Quiebra de la democracia capitalista
Crawford Brough Macpherson ha sido el filósofo político que con mayor profundidad ha estudiado la evolución de la democracia liberal y el que más claramente ha diferenciado (The life and times of liberal democracy, Oxford Univ. Press) el sistema demoliberal, con su pretensión de conciliar igualdad con libertad, del modelo democapitalista que acepta y confirma la desigualdad económica como condición necesaria para el ejercicio de la libertad política. Su convicción de que hoy cabe disociar la democracia liberal del capitalismo de mercado coincide, en su apelación a una democracia participativa, con las posiciones tomadas dentro de la ciencia política norteamericana por Geraint Parry, Carole Pateman y Benjamin Barber, para quienes las múltiples patologías de la democracia actual llevan inexorablemente a un cambio de modelo, porque la degradación del régimen democrático impone modificaciones drásticas y urgentes. Pues a la corrupción política convertida en indisociable de las democracias -véase el número Corruption in western democracies, de la Revista de Ciencias Sociales de la Unesco, septiembre de 1996-; a la generalización del rechazo de la política, confirmado año tras año por la creciente reducción de la participación electoral y por la disminución de la afiliación partisana; a la escalada en la mediocridad de los líderes y en el sectarismo de los partidos, ha venido a añadirse la inquietante regresión de los derechos humanos -última trinchera de los valores democráticos- a consecuencia de las derivas antiterroristas del post-11 de septiembre, de que da cuenta el número de julio/agosto de Amnistía Internacional. A esta implosión de la democracia, reducida a simple mecanismo de legitimación popular, mediante operaciones recurrentes de relaciones públicas-electorales y a la invocación de los principios de la democracia como soportes de las agresiones bélicas del imperio se ha sumado en los últimos años el derrumbe de la fiabilidad del capitalismo de mercado. Mas allá del primado de la especulación y de la economía financiera sobre la economía real, más allá del increíble nivel de oligopolización empresarial que transforma en ritual la función del mercado, el destape de tantos casos de fraude ha puesto al descubierto que vivíamos en el imperio de la trampa. Embrollos, fraudes, zalagardas, timos, chanchullos, enjuagues, gatuperios, todo el vasto espectro de las viejas prácticas del monipodio, afinadas al ordenador y puestas al servicio de arrolladores ejecutivos, al servicio de arrolladoras empresas. A las que se van poniendo nombres y apellidos: Enron, Arthur Andersen, Dynegy, Adelphia, WorldCom, Xerox, Merrill Lynch, Tyco, QWest, Merck, Global Crossing, Bristol-Myers y un larguisimo etcétera que iremos conociendo, ya que, según la agencia Weiss Ratings, al menos un tercio de las empresas americanas cotizadas en Bolsa podría haber manipulado sus resultados financieros. Barton Biggs, de la banca Morgan Stanley, escribía hace unos días: 'Sabíamos que estábamos en un casino de juego, pero creíamos que no hacía trampas'. El premio Nobel Stiglitz, cuyo último libro está abriendo tantos ojos, ha dicho que el sistema económico occidental es 'un capitalismo de amiguetes'. Es difícil encontrar una fórmula más idónea para las prácticas económico-políticas de nuestro país. Pero ¿cómo salir de ellas ? ¿Creando nuevas normas de regulación y nuevas instancias de control para las empresas y fuera de ellas desde el Estado y la sociedad? ¿Pero quién va a ejercitarlas? El economista Paul Kugman nos ha advertido en su columna de The New York Times y en este periódico que Bush, al mismo tiempo que se indigna contra la corrupción, quiere desembarazarse de Eliot Spitzen, fiscal general de Nueva York y decidido adversario del fraude empresarial, y nombrar para un puesto importante a quien intentó cubrir el caso Enron. Le Monde, en su edición del martes pasado, titulaba 'Despierta, Adam Smith; se han vuelto locos'. Para salir de esa locura hay que sustituir el modelo democapitalista, liberando la democracia de su imperativa unión con el capitalismo, que las tesis del desarrollo político de los años setenta y el Consensus de Washington de los noventa nos impusieron como verdad inconcusa. A partir de ahí podremos edificar un modelo alternativo en el que democracia y organización económica cumplan autónomamente sus destinos.
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