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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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Pacto de convivencia

En los próximos días el lehendakari propondrá a los partidos un nuevo pacto de convivencia. Yo podría ofrecerles mis servicios como consejera, dada mi experiencia.

Mi primer pacto de convivencia fue con Felipe, coincidiendo con el Estatuto de Gernika. Atrás quedaban los momentos exultantes que seguían al encuentro de nuestros cuerpos con el de Policía. Era llegar ellos en sus furgonetas y dejar nosotros de batir palmas y salir corriendo hasta el coche de segunda mano convenientemente mal aparcado; un Simca 1000, el de la convivencia sin necesidad de pactos. Pero como hasta los torrentes más impetuosos acaban por encontrar la planicie, también nosotros terminamos compartiendo una hipoteca y nos casamos.

Si Ibarretxe se atreve a presentar un nuevo pacto, los alaveses puede que prefieran el divorcio
Tampoco al 'lehendakari' parece importarle el pacto de convivencia entre los ciudadanos reales que vivimos aquí

Creo que nunca llegamos a tener un serio proyecto de vida en común. Para proyecto serio, el del banco. El mío era que Felipe cambiase para acercarse a mi ideal. El suyo lo descubrí más tarde. En realidad, los dos cambiamos, pero cada uno por su lado. Así que pronto llegó el desencanto. Antes de que alguien declarase muerto el Estatuto vasco, mi pasión se hallaba bajo mínimos y la suya había cogido otros derroteros.

A él le fascinaba ahora viajar en avión hasta la barra del bar de un hotel lejano y ligar con la primera ninfa nocturna que encontrase. A esas efímeras conquistas habían quedado reducidas sus fantasías de asaltar el poder burgués. Yo debía parecerle una pedante inaguantable, entre la metafísica y la jaqueca. Sin embargo, él siempre regresaba de sus viajes a preguntarme dónde estaban sus calcetines.

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Cada día que pasaba, le veía con menos luces. Como un árbol de Navidad cuando han pasado ya las fiestas. Hasta que un día nos decidimos a hablar. Me dijo que él necesitaba más independencia, porque sentía que estaba perdiendo oportunidades en la vida y que debíamos llegar a un nuevo pacto de convivencia.

'Me parece muy bien', le contesté. 'Si lo que quieres es independencia, puedes hacer un nuevo pacto con tu madre'. Por primera vez pareció desconcertado: 'Mujer, qué violenta te pones'.

Confieso mi debilidad. Si el de enfrente se me pone blando, me desarmo. Esa noche nos reconciliamos. De lo cual tuve ocasión de arrepentirme, y no una vez, sino muchas. Porque el romper y reconciliarse se convierte en un vicio. Y yo cada vez más deprimida. Ya no es que me pareciese tonto. Ahora me parecía un caradura impresionante y que la única tonta del grupo era yo. Hasta que, con los años, conocí a otro hombre. Pero esa historia fue aún peor que la anterior y no me apetece contarla hoy. Aunque tuvo al menos la virtud de hacerme coger fuerzas para dejarle. Por fin. Insondables son los caminos del destino. O quizás, como dijo mi amiga Clara, que sabe mucha física: 'Un clavo quita otro clavo'.

Y dirán ustedes: ¿qué tiene que ver esto con el nuevo pacto de convivencia que propone el lehendakari? La respuesta es que también aquí hay un tercero en discordia, y que tampoco él llama a las cosas por su nombre. La convivencia que importaba a Felipe no era conmigo, sino con su amante ocasional en torno a dos combinados con hielo en algún remoto hotel. Pero tampoco quería perder sus calcetines bien lavados y ordenados. Era un jeta.

Tampoco al lehendakari parece importarle el pacto de convivencia entre los ciudadanos reales que vivimos aquí. La convivencia que más le preocupa es entre 'Euskadi' y 'España', o sea, entre una Euskadi formada sólo por nacionalistas y una España de la que previamente se nos haya excluido a los vascos. Y ¿dónde está el tercero? El tercero es del que no se habla. Del encargado de limpiar la foto, borrando de ella a los vascos que somos culpables de que salga movida.

Si los problemas de convivencia social fuesen como los de pareja, se iba a enterar este señor. Aunque, ahora que lo pienso, acaso no son tan distintos. Conmigo al menos ya no le va a servir el ponerse tierno. Ni con otros que conozco. Si se atreve a presentar un nuevo pacto, los alaveses puede que prefieran el divorcio. Como ya hicieron antes los navarros con el Estatuto, que se quedaron con el suyo. A los vasco-franceses, mejor no mencionar. Y con los vizcaínos ya veríamos qué pasa. Claro que siempre quedará Gipuzkoa -tócala otra vez, Sam- aunque sea sin San Sebastián.

Lo más triste será trasladar Ajuria Enea desde la llanura de Vitoria-Gazteiz al último reducto en el valle de Regil, junto al despeñadero. ¿Y quién se ocupará entonces de los calcetines? ¿Acaso Batasuna, el ligue de una noche en aquel hotel de nombre con resonancias estrelladas? Lizarra, creo que le llamaban.

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