EE UU mira a Europa
En Estados Unidos sólo una pequeña élite sigue con atención los complejos matices de las noticias internacionales. Los medios de comunicación se reían de Albert Gore por considerarle un personaje poco sólido y soso que hablaba de política exterior y carecía de la práctica sonrisa de George W. Bush. Tenemos nuestros estereotipos preconcebidos sobre Europa de la misma forma que Europa los tiene sobre nosotros. Damos por hecho que Europa occidental está a nuestra izquierda, y hasta hace poco también dábamos por hecho que una sólida Unión Europea impulsada por una Alemania y una Francia que ya no lucharan entre sí garantizaría la estabilidad en el continente.
Pero de repente, en este año espantoso, empezamos a leer en la prensa noticias que hablan de un racismo extendido, de una Europa que cierra sus fronteras a los inmigrantes y de la ominosa irrupción de una extrema derecha europea. Los estadounidenses expresamos abiertamente nuestra irritación por el antiamericanismo automático, pero somos mucho menos directos a la hora de expresar nuestro miedo a una Europa que, cuando se siente amenazada, se lanza a una aventura fascista (cuando Estados Unidos sufre una importante depresión, gira a la izquierda; cuando Europa se ve amenazada por el desempleo, gira a la derecha).
Nuestra experiencia más destacada con Europa fueron dos guerras mundiales contra Alemania; la segunda se luchó en una Europa barrida por el fascismo desde Portugal hasta el frente ruso. Debido al pesado precio moral e industrial pagado por el Plan Marshall durante la guerra fría, Alemania se rehízo presumiblemente como un país laborioso que se había democratizado, que había examinado y suprimido su pasado nazi. Nos imaginábamos a un reflexivo Günther Grass en todos los cafés y simpatizábamos con la tristeza del muro de Berlín. Nos quedamos sorprendidos cuando, tras la caída del muro, supimos que los alemanes occidentales no estaban nada contentos de tener que absorber a la Alemania del Este; las antiguas alarmas empezaron a sonar cuando los medios de comunicación informaron de los asesinatos de inmigrantes turcos.
La reacción que el público tuvo la semana pasada durante el preestreno en el Lincoln Center de un sorprendente documental de tres horas titulado Robar el fuego, sobre la venta de secretos atómicos a Irak por el espía alemán Karl-Heinz Schaab, es un reflejo bastante exacto de nuestra contradictoria actitud hacia nuestro pasado, hacia Alemania y hacia Europa. Los productores y directores de la película, John S. Friedman y Eric Nadler, invirtieron varios años en seguir el rastro de la carrera de Schaab, entrevistando a miembros del Gobierno brasileño que le protegieron, a científicos iraquíes que habían desertado, a gente de Bagdad, de Múnich, conexiones germano-árabes que continuaban desde la era nazi, etétera. Un miembro del público se ganó unos aplausos cuando comentó que nosotros, que habíamos soltado la bomba atómica sobre Hiroshima, no éramos los más indicados para acusar a otros países. Otro se preguntaba por el porcentaje de secretos atómicos que Estados Unidos y Rusia habían vendido a Irak. Y un tercero se preguntó si la película tenía un prejuicio antialemán. Friedman y Nadler respondieron que, aunque los alemanes vendieron a Irak y a otros países más del 50% de la información atómica, y Estados Unidos, Rusia y otros países han vendido un porcentaje menor, lo que les había llamado la atención de esta historia en concreto era que estaba completa y el hecho de que la prensa alemana no la hubiera prestado demasiada atención. Karl-Heinz Schaab obtuvo una condena con libertad condicional y una multa menor.
Una importante diferencia entre los intelectuales estadounidenses y europeos es que, debido a nuestra devoción por el multiculturalismo y (en abstracto) por la bandera y la Constitución, definimos el progreso social como algo multicultural, permitiendo que Jennifer López -y no una nueva Grace Kelly- se alce como ideal de belleza de Estados Unidos. En un cartel, bastante sexy, de propaganda de los Bonos para la Libertad y la Victoria de la I Guerra Mundial que tengo colgado en mi biblioteca, cuyo lema es 'Todos estadounidenses', aparece un González en la larga lista de apellidos de inmigrantes, pero es significativo que no aparezca ningún apellido aparentemente alemán, a pesar de la gran inmigración alemana a Estados Unidos. El progreso social europeo tiene una base teórica; el multiculturalismo, los derechos de la mujer y de los homosexuales jamás se cruzaron por la mente de Carlos Marx; de hecho, estas cuestiones para él eran antitéticas. Cuando los estudiosos estadounidenses refunfuñan sobre la amnesia histórica alemana y francesa, en realidad lo que hacen es dar vueltas a su profunda preocupación por la aventura fascista europea. Sin duda hemos tenido nuestra cuota de fanáticos y extremistas de derechas, pero se presentaban de diferente guisa. No hemos tenido ningún movimiento fascista uniformado y semirromántico como el que tuvo el poder de asolar Europa. A diferencia de Francia, Alemania, Gran Bretaña e Italia, nuestros escritores, artistas e intelectuales no se sintieron atraídos por los movimientos fascistas. Por eso, nuestra imagen de lo que es un fascista procede de las películas, oficiales de las SS y similares, no del abuelo desencaminado de alguien, una persona real, que quizá tuviera miedo de la difusión del comunismo (en la mente de la gente, España figura como una víctima del fascismo).
En The New Republic, John Judis refleja nuestro miedo por el ascenso del nacionalismo alemán. Cita a Roland Freudenstein, director adjunto del centro de pensamiento Konrad Adenauer Stiftung: 'Europa puede vivir con un Haider; pero la UE tendrá problemas el día en que un Le Pen o un Haider alemán consiga un 15%'. Judis advierte de que si Alemania, el inmenso motor que mantiene Europa estabilizada (de hecho, a salvo de la propia Alemania), no supera su inclinación hacia el nacionalismo (alimentada por su mala economía, el racismo y el desencanto del votante con la UE), Europa tendrá muchos problemas. Personalmente espero que Europa deje de mirar tanto a Estados Unidos, porque el antiamericanismo o el proamericanismo abstracto es un mal sustituto de la política social nacional concreta.
La erradicación del prejuicio sólo funciona cuando una fuerte sociedad civil lo convierte en su prioridad número uno; cuando las actitudes racistas se combaten abiertamente en las escuelas, en los medios de comunicación, en las películas y documentales e implican las prácticas de contratación de las empresas. Europa necesita inmigrantes más especializados, y debe haber un acuerdo en el que se implique la ciudadanía y que impulse la movilidad social hacia arriba. El hábito actual de importar y desechar temporeros, que no tienen propiedades ni derechos ni esperanza de conseguir un trabajo mejor o regentar un pequeño negocio, sólo conduce al odio, el desastre y a una Europa que paradójicamente se verá privada económica y culturalmente.
Barbara Probst Solomon es escritora estadounidense.
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