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Reportaje:

Justicia hasta donde Washington permita

La Corte Penal Internacional nace mañana en medio de un conflicto con EE UU que amenaza las misiones de paz de la ONU

En otro mundo, uno en el que el dominio de la superpotencia única, Estados Unidos, no marcase tanto las relaciones internacionales, la entrada en vigor mañana del estatuto de la Corte Penal Internacional (CPI) supondría un hito histórico sin parangón desde los procesos de Núremberg, cuando los vencedores de la II Guerra Mundial sentaron en el banquillo a los jerarcas nazis.

Sin embargo, en este mundo de hoy la CPI nace mañana lastrada por el boicoteo activo de la Administración de George W. Bush, que no sólo (caso insólito) ha desfirmado el estatuto, sino que exige que las normas del tribunal, que se pretendían globales, no se apliquen a sus ciudadanos, empezando por los cascos azules de las diversas misiones de paz. Puede que la justicia de la CPI sea ciega, como debe ser, pero no cabe duda de que, con EE UU abiertamente en contra, nace coja.

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La hostilidad del Gobierno norteamericano (que se suma a la falta de apoyo de países como China, Rusia, India y Pakistán) socava un órgano judicial que tendrá su sede provisional en un edificio de 16 plantas de La Haya (Holanda), que comenzará a elegir su fiscal y sus 18 jueces en enero, que difícilmente funcionará a pleno rendimiento antes de un año. Su objetivo es juzgar a individuos acusados de crímenes de guerra, genocidio, lesa humanidad y agresión cometidos a partir de mañana (no hay retroactividad) y que gocen de inmunidad en sus países. Los casos deberán presentarse por los Estados que hayan ratificado el Estatuto, por el Consejo de Seguridad de la ONU o por el fiscal del tribunal, con el consentimiento al menos de tres jueces.

El Estatuto, aprobado en Roma el 17 de julio de 1998 por 120 Estados, ha sido firmado desde entonces por otros 19 y ratificado por 71, incluidos España y sus 14 socios en la Unión Europea, de donde ha surgido el impulso fundamental para sacar adelante el tribunal. La cifra clave de 60, necesaria para su entrada en vigor, se alcanzó el pasado abril. El secretario general de la ONU, Kofi Annan, saludó entonces a la CPI como 'el eslabón que faltaba en el sistema judicial internacional' y como 'la mejor defensa contra la impunidad'.

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Nada de esto parece importar a Bush, que tomó la patata caliente legada por Bill Clinton (que firmó, aunque con reservas) y no sólo se negó a ratificarlo, sino que retiró la firma para poder luchar contra la CPI sin cortapisas de legalidad internacional como el artículo 18 de la Convención de Viena, que prohíbe minar tratados suscritos, aunque estén pendientes de ratificación.

En Washington no parece tener peso el precedente del buen funcionamiento de los tribunales especiales para juzgar las atrocidades en Yugoslavia y Ruanda, que la posibilidad de que un militar norteamericano llegue a sentarse algún día en el banquillo de la nueva Corte sea más que remota y que el CPI juegue a favor de la lucha global antiterrorista.

Bush hace oídos sordos a las críticas de sus aliados europeos y de voces liberales como la que refleja un editorial de The New York Times, que habla de 'malsana obsesión' y de grave riesgo para las misiones de paz de la ONU.

Bush está más en la onda del derechista The Washington Times ('el potencial de abuso de la CPI es enorme' y 'puede ir más allá de la Convención de Ginebra') y de congresistas ultraconservadores como Jesse Helms, y no está dispuesto a aceptar que la justicia internacional pueda situarse en ningún caso por encima de la propia. Eso se consideraría una cesión de soberanía que no encajaría con el nuevo orden mundial consolidado tras los sucesos del 11-S.

La propuesta norteamericana de que el CPI no tenga jurisdicción para castigar atrocidades cometidas por los cascos azules ya consiguió el pasado día 21 algo insólito: que el mandato de la fuerza de paz de la ONU en Bosnia se prorrogara nueve días (justo hasta que entre en vigor el estatuto del tribunal), en lugar de los seis meses habituales. Desde entonces se busca una solución que salve las reticencias estadounidenses, por ejemplo que EE UU suscriba acuerdos bilaterales con los otros países implicados, algo a lo que da pie el artículo 98-2 del Tratado de Roma que creó la Corte.

De no alcanzarse un acuerdo, lo menos malo que podría ocurrir es que EE UU retirase sus cascos azules de Bosnia (sólo tiene 46). Peor sería, aunque a plazo no tan corto, que hiciese otro tanto con los 2.400 soldados que tiene en la fuerza de paz de la OTAN en la misma república ex yugoslava y que suspendiera su aportación económica a las misiones de paz, que cubre un cuarto del costo total de éstas.

Desde el otro lado del Atlántico, se acusa ya a los aliados europeos de doble moral. The Washington Post publicó hace unos días que el Reino Unido, en nombre de los 19 países (entre ellos España) que participan en la fuerza de paz en Afganistán, negoció en enero un 'acuerdo técnico militar' con el Gobierno de Kabul que impide que los miembros del contingente internacional sean juzgados por ningún tribunal internacional, entidad o Estado sin consentimiento expreso del país al que pertenezca. Desde Europa se hace notar que se trata de un acuerdo casi rutinario en estas misiones, de rango jurídico muy inferior al de un tratado como el de la CPI y que en forma alguna socava la firmeza del compromiso europeo de esos Estados con el nuevo tribunal.

En cualquier caso, el conflicto con EE UU hace que la CPI -el gran instrumento legal para luchar con carácter global contra genocidios, crímenes masivos y limpiezas étnicas- nazca con un horizonte reducido. El semanario británico The Economist ha llegado a sugerir, como método para aplacar al amigo americano, que la CPI procese a Sadam Husein, el dictador iraquí y bestia negra de Bush. Eso sí, tendrá que ser por lo que haga a partir de mañana, no por lo que hizo en el pasado.

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