Más allá del nacionalismo
¿Quién no ha soñado alguna vez con una Cataluña independiente? ¿Quién no se ha imaginado una Cataluña donde la Generalitat fuera un gobierno de verdad, donde, por la calle, los vistantes españoles nos preguntaran dónde se compran los sellos, que obviamente no tendrían la cara de ningún rey? Mágicamente, las dudas existenciales se desvanecerían y, de repente, sabríamos verdaderamente lo que somos. Ya no dudaríamos al contestar cuando nos preguntaran por nuestra procedencia, si somos catalanes, españoles, las dos cosas. Tampoco habría tantos libros dedicados a lo que se supone que somos. Ni nos preguntaríamos si somos un país grande o pequeño. Cualquier gesto de la vida cotidiana, como utilizar una lengua u otra, preferir a Llach o a Serrat, el teatre de Guimerà o de Els Joglars no serviría para clasificar a nadie de ser más o menos catalán. Seríamos un país 'normal', si es que hay países normales. El escritor vasco Ramón Saizarbitoria describe lo asfixiante que puede llegar a ser el vivir en países difíciles de definir: 'el tremendo peso que nos ponen sobre los hombros a los que nacemos en naciones pequeñas, en naciones que no se sabe seguro si existen, cuya existencia se discute, que cuentan con unas fronteras y límites confusos y que viven bajo la esquizofrenia lingüística y política. Es una carga muy pesada'.
Sin embargo, la mayoría de países en el mundo se han encontrado o se encuentran en una situación parecida. Muchos países han sido colonizados, en mayor o menor grado, en algún periodo de la historia y han 'heredado' una lengua, una cultura, una visión de las cosas. En principio, heredar algo debería ser positivo, añadir conocimientos, enriquecerse, sino fuera porque, en la mayoría de los casos, la colonización se produce con violencia y el 'enriquecer' pasa a ser 'someter' y, más que sumar, se trata de imponer y anular lo propio, lo nativo.
Es frecuente que en estos países que han sido sometidos en algun momento de la historia, la gente se pregunte sobre su identidad. Éste es el caso, por ejemplo, de Irlanda. Recientemente, el escritor irlandés Tom Quinn se preguntaba: ¿qué pasaría si la República de Irlanda nunca se hubiera independizado y actualmente fuese británica? Quinn ve un sinfín de ventajas a esta hipótesis y no es el único en señalarlo. En primer lugar, no habría habido una guerra civil que acabó con la vida de miles de personas y otros miles en el norte por la violencia del IRA fruto de la partición, que tampoco se habría producido. La pobreza de la década de 1920 y 1930, posiblemente, no habría sido tan profunda. Irlanda se quedó estancada y más rural que nunca (la única zona industrializada estaba en el norte), cerrada en sí misma con la idea de descolonizarse y la fantasía de recuperar su lengua que hacía tiempo que prácticamente había desaparecido en favor del inglés. Irónicamente, después de la independencia se produjo una emigración masiva a la Gran Bretaña. La estrecha vinculación del estado con la Iglesia católica que aniquiló el protestantismo no se habría producido, ni el estancamiento cultural y la censura que obligó a exiliarse a la mayoría de los escritores destacados (Samuel Beckett, Edna O'Brien, John McGahern).
Poco se imaginaban los ideólogos de la independencia irlandesa que la realidad no iba a florecer, precisamente. Patrick Pearse, mártir de la causa separatista en el levantamiento de 1916 había profetizado un despegue vibrante para Irlanda a la que la independencia todo curaría: 'Una Irlanda independiente no tendrá hambre en sus fértiles valles, ni miseria en sus ciudades. Irlanda tiene recursos para alimentar cinco veces a su población'. Tampoco las numerosas mujeres que lucharon en favor de la independencia se imaginaban que quedarían excluidas de las nuevas instituciones gubernamentales. Una vez con el poder en las manos, los hombres del nuevo estado no
quisieron compartirlo con las mujeres. Encima se introdujeron medidas que restringían los derechos de las mujeres que tenían antes de la independencia con respecto al acceso al trabajo, al divorcio y a la contracepción.
Mientras que la República de Irlanda se independizó, Cataluña, también con una personalidad propia, no se lo propuso o no lo consiguió. Pero los catalanes podemos estar satisfechos de no haber reaccionado con violencia al serio intento de acabar con nuestra cultura y lengua, especialmente durante el franquismo. Sin embargo, la vía pacífica no nos salva de las confusiones y las preguntas de cómo adaptar nuestra manera de ser y de hacer al resto del estado y estas cuestiones continúan protagonizando el discurso político de hoy. Después de la rauxa de los primeros años de democracia con las manifestaciones y los gritos por las calles nos hemos quedado algo desganados y sin saber por dónde tirar, a ratos, con victimismo y queja. Algunos sueñan con la independencia, otros quizá lo piensan y no lo dicen por el seny catalán, que dice que más vale no llamar al mal tiempo. Otros se conforman con más autonomía, muchos no saben o no contestan, pero en el mundo de hoy, donde la mayoría de problemas son causados por las dificultades para entender lo diferente, nuestra posición marginal debería darnos ventaja, en muchos sentidos, para entender la realidad que nos envuelve y para mantenernos bien abiertos al exterior. Sobre todo para no caer, ni dejar que otros caigan, en el aislamiento y la oscuridad que no admite diferencias ni pluralidades, que es egoista y cerrado y que nosotros, durante tantos años, ya conocimos muy bien.
quisieron compartirlo con las mujeres. Encima se introdujeron medidas que restringían los derechos de las mujeres que tenían antes de la independencia con respecto al acceso al trabajo, al divorcio y a la contracepción.
Mientras que la República de Irlanda se independizó, Cataluña, también con una personalidad propia, no se lo propuso o no lo consiguió. Pero los catalanes podemos estar satisfechos de no haber reaccionado con violencia al serio intento de acabar con nuestra cultura y lengua, especialmente durante el franquismo. Sin embargo, la vía pacífica no nos salva de las confusiones y las preguntas de cómo adaptar nuestra manera de ser y de hacer al resto del estado y estas cuestiones continúan protagonizando el discurso político de hoy. Después de la rauxa de los primeros años de democracia con las manifestaciones y los gritos por las calles nos hemos quedado algo desganados y sin saber por dónde tirar, a ratos, con victimismo y queja. Algunos sueñan con la independencia, otros quizá lo piensan y no lo dicen por el seny catalán, que dice que más vale no llamar al mal tiempo. Otros se conforman con más autonomía, muchos no saben o no contestan, pero en el mundo de hoy, donde la mayoría de problemas son causados por las dificultades para entender lo diferente, nuestra posición marginal debería darnos ventaja, en muchos sentidos, para entender la realidad que nos envuelve y para mantenernos bien abiertos al exterior. Sobre todo para no caer, ni dejar que otros caigan, en el aislamiento y la oscuridad que no admite diferencias ni pluralidades, que es egoista y cerrado y que nosotros, durante tantos años, ya conocimos muy bien.
Irene Boada-Montagut es profesora de literatura en la Universidad del Ulster.
Irene Boada-Montagut es profesora de literatura en la Universidad del Ulster.
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