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Una antológica reúne a los pintores 'al aire libre', precursores del impresionismo

El Museo de Bellas Artes de Lyón exhibe la obra de Corot, Millet, Rousseau y Díaz de la Peña

La llamada Escuela de Barbizon ha sido una víctima más de esa tendencia a explicar la historia de la humanidad como una sucesión ininterrumpida de progresos. Théodore Rousseau, Alexandre-Gabriel Descamps, Narciso Díaz de la Peña, Jean-Baptiste Camille Corot, Constant Dutilleux o Jean-François Millet desempeñarían en ese encadenamiento de descubrimientos el plein air, el pintar al aire libre, el salir del estudio para que el espejo de las telas se impregnase de la realidad del momento. Serían meros precursores del impresionismo, un eslabón intermedio cuyo valor sólo se explica por su ruptura respecto al neoclasicismo y su prefiguración de un movimiento clave para el arte contemporáneo.

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Un albergue en Barbizon

La antológica que mañana se inaugura en el Museo de Bellas Artes de Lyón, y que podrá visitarse hasta el 9 de septiembre, propone una mirada distinta sobre esos artistas que, desde finales del XVIII y hasta 1865, se reunían a la vera del bosque de Fontainebleau para aprender a mirar la naturaleza y, luego, ser capaces de reproducirla en el lienzo en toda su variedad.

Luis XVI anotaba, tras un paseo a caballo por los alrededores del bosque: 'No he visto nada nuevo: sólo jabalíes y a Lazare Bruandet pintando'. Bruandet es un maldito antes de que el malditismo se pusiera de moda. Sus discusiones y borracheras fueron fenomenales pero no le impedían salir cada día, y con un notable cargamento de material, a pintar en plena naturaleza.

Bruandet, como Bertin o el teórico Henri de Valenciennes, utilizan aún el paisaje, lo ponen al servicio de una anécdota literaria o mitológica, conciben el cuadro bajo el prisma narrativo, marcados por una concepción de los géneros que sitúa en lo más alto la llamada pintura histórica. En realidad, esa pintura histórica era la que permitía acceder a los grandes encargos del Estado y a una situación económica que comenzaba a dibujarse de manera favorable cuando el artista se había hecho acreedor del famoso viaje de estudios a Italia.

Para lograr tal premio había que superar tres pruebas. Una de ellas, la que descartaba más candidatos, consistente en pintar de memoria un árbol cuya naturaleza -arce, roble, abedul, abeto, tilo...- no le era revelada al alumno hasta el momento mismo del examen. De ahí que, para poder afrontar con garantías tal reto, los pintores fuesen a Barbizon, un villorrio en el límite del bosque de Fontainebleau, para aprovechar la variedad de árboles que ofrecían sus 25.000 hectáreas vírgenes.

Buscando ser lo más competentes posibles en materia de pintura de género es como los artistas se liberarán del género. A base de tanto observar la nudosidad de los troncos o la forma y coloración de las hojas, esos detalles van cobrando independencia, existiendo al margen de los problemas capilares de Sansón o de la pasión de Narciso por mirarse en el agua. No rompen con nada ni con nadie, no crean un estilo, pero aprenden y nos hacen ver el mundo de otra manera.

Grandes figuras

Las grandes figuras del movimiento son Rousseau y Díaz de la Peña, aunque los nombres más conocidos son los de Corot y Millet, el primero de ellos porque sus telas melancólicas interesaron enseguida a los incipientes coleccionistas estadounidenses -se dice que en Estados Unidos hay más obras de Corot de las que él jamás pintó-, y Millet, porque cultivó con gran acierto lo que el escritor español Andrés Trapiello llamaría un 'estilo agropecuario' y lo hizo justo en el momento en que la revolución industrial justificaba que se mitificasen las horas pasadas detrás de un arado.

De la Peña, hijo de españoles, educado por un pastor, cojo debido a la picadura de una serpiente y posterior amputación de una pierna, 'hacía sus cuadros como los manzanos sus manzanas'.

Tenía una facilidad prodigiosa y sus telas de Barbizon tienen una gran calidad y realismo que no encontramos en sus virtuosos ejercicios de estilo cuando presenta obras a un salón.

Rousseau, que Baudelaire estimaba como el mejor paisajista de su época, se negó desde 1842 a presentarse a los concursos de los salones sin que eso le enfrentase a su amigo Díaz de la Peña. En él se resume como en ningún otro la capacidad para dotar de sentimiento a la naturaleza, por personalizar cada árbol y cada piedra, hasta el punto de que sus robles u olmos tienen nombre, como personajes de un drama. Frente a sus seguidores impresionistas, con los que se llevó siempre estupendamente, la pintura de Rousseau reivindica no la sensación o impresión, sino algo más duradero y profundo -el 'sentimiento'-, de manera que sus cuadros no sean meros testimonios de la época o instante, sino telas capaces de desafiar el tiempo.

Si Manet o Renoir -Corot también lo hará, aunque sea por encargo- ponen su experiencia del plein air al servicio de un universo cambiante, que tanto puede resumirse en los efectos de luz sobre una llanura como en captar los suburbios de unas ciudades que crecían a ojos vista, Rousseau es una síntesis de tradición clásica, de observación realista y de romántica expresión de estados de ánimo. Barbizon, en suma.

<i>Las rocas de Fontainebleau, </i>de Corot.
Las rocas de Fontainebleau, de Corot.
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