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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Inmigración a la italiana

El Gobierno de Silvio Berlusconi no ha esperado el pronunciamiento sobre la inmigración de la próxima cumbre europea de Sevilla, en la que este asunto será tema estrella, para aprobar la Ley de Extranjería hasta ahora más restrictiva de Europa. ¿Servirá el modelo italiano de fuente inspiradora del planteamiento 'serio, riguroso y global' sobre la inmigración, 'alejado de visiones simplistas y progres' que, según el ministro de Exteriores, Josep Piqué, se propondrá en Sevilla a los distintos Gobiernos de la Unión Europea?

El Ejecutivo de Aznar tampoco ha esperado a la reunión sevillana para anunciar que reformará su Ley de Extranjería para endurecerla más -entre los temas a estudio está la eventual supresión de la regularización por arraigo-, aunque se enfatice que una de las prioridades será combatir a las mafias que comercian con seres humanos. No habría estado de más que este anuncio sobre una nueva reforma hubiera estado acompañado de alguna explicación sobre cómo es posible que la actual Ley de Extranjería, presentada en su día como la respuesta definitiva a la dejadez e incongruencia de los Gobiernos anteriores (socialistas), haya quedado obsoleta apenas año y medio después de entrar en vigor. Sobre todo cuando la recién aprobada ley italiana es, en buena parte, una copia de trazo grueso de la española. ¿Pretenderá ser la nueva ley de Aznar una copia, a su vez, en sus aspectos más restrictivos, de la ley de Berlusconi?

La Unión Europea necesita sin duda desde hace tiempo unas normas mínimas comunes de actuación frente a la inmigración clandestina, cuya presión sobrepasa todas las previsiones. Y no sólo sobre el control de sus fronteras exteriores, sino sobre el modelo de acogida -reglas de admisión, permisos de trabajo y condiciones de asilo político- de los miles de desesperados que llaman a su puerta. El fenómeno migratorio ha cobrado un protagonismo imparable en la UE, cuya ampliación llevará sus fronteras exteriores hasta el Báltico, Bielorrusia, Ucrania o Rumania. De otro lado, su instrumentación electoral más reciente a cargo de partidos populistas o directamente xenófobos en diferentes países europeos ha acabado por conferirle capacidad para alterar el consolidado mapa político del Viejo Continente, lo que ha acabado por hacer sonar las alarmas de los Quince.

Austria ha sido el último país en incorporarse a una revisión restrictiva de sus leyes al aprobar la coalición gobernante un borrador que prevé la obligatoriedad de aprender alemán para todos los inmigrantes que entren al país alpino a partir de enero próximo. El Reino Unido -con un Gobierno socialdemócrata- y Dinamarca se han subido también recientemente a ese tren que se dirige imparablemente hacia un modelo inmigratorio mucho menos complaciente.

¿Justifican los elementos anteriores y otros muchos que preocupan a los ciudadanos europeos que la política común sobre inmigración discurra por derroteros como los que acaban de trazar en Italia el Gobierno de Berlusconi y sus socios políticos Umberto Bossi y Gianfranco Fini? Lo mejor que puede decirse de la ley de Berlusconi sobre inmigración es que se muestra condescendiente con las empleadas domésticas inmigrantes, que hacen las tareas en buen número de hogares italianos -seguramente, también en los de los políticos que han hecho la ley-, y con los inmigrantes que cuidan a los ancianos y enfermos, que quedarían desamparados sin su asistencia.

Pero no se trata sólo de mantener a raya la inmigración clandestina, fuente de gravísimos desajustes sociales, y de perseguir con rigor a las mafias que trafican con ella, lemas centrales de las políticas restrictivas sobre inmigración. Al inmigrante legal, con contrato de trabajo y papeles en regla, se le someterá también en Italia a un control implacable, no sólo policial -obligándole a la toma de sus huellas digitales, a diferencia de los nacionales-, sino administrativo, con un recorte de la duración de su permiso de estancia y, sobre todo, con la amenaza de ser expulsado si pierde su empleo.

El rostro de la xenobofia y del racismo se refleja por primera vez sin complejos, como acostumbra a decir el presidente del Gobierno español al abordar con simpleza asuntos difíciles, en un texto legislativo de un país europeo: al inmigrante legal se le trata como mera fuerza de trabajo que se utiliza a conveniencia, y se le niegan los derechos de ciudadanía, considerándole un elemento extraño y marginal en la sociedad en la que vive y trabaja. La política de integración ha dejado de existir en el modelo ideado por el tridente de oro: Berlusconi, Bossi y Fini.

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