Lapidadas
Insistamos en esta palabra, lapidación: mujeres lapidadas. No sé si es mejor o peor que la silla eléctrica, la horca, la inyección: ni siquiera si es preferible al encierro por toda la vida en un convento. Hay que insistir en la lapidación porque nos parece más salvaje y nos puede hacer reaccionar en contra con más fuerza. Nuestro enemigo es la pena de muerte. Y si todas son condenables, la que se aplicará a una mujer por haber dado a luz estando divorciada -repudiada, que es el divorcio habitual del glorioso guerrero árabe- se aparece más indignante. Toda pena de muerte o todo asesinato -son homologables- son injustos y repugnantes; todo acusado de delito sexual es inocente, porque el sexo no es un delito, si no dañando a otro. Y aun así, no me imagino yo a este cura que fotografiaban ayer los periódicos por haber toqueteado a una niña, enterrado de medio cuerpo en la plaza del pueblo donde era párroco; y me horroriza más pensar que los ciudadanos le apedrearían con más saña que los nigerianos. Todo viene de lo mismo: de unas religiones que regulan la vida social de acuerdo con los códigos civiles, los Gobiernos, los sistemas del honor, las herencias aristocráticas o los altos burgueses.
Van a lapidar a esta criatura, o quizá no les convenga enfrentarse a una opinión internacional. No por vergüenza, porque las gentes afincada en sus tradiciones y costumbres no tienen esa vergüenza, sino que creen que la forma de limpiarla es la lapidación. La muerte. Aquí está en algunos bestiales relatos del Antiguo Testamento, en la superposición mahometana y en la crueldad de los 'reconquistadores' católicos. Hay hombres que se la toman por su mano (y no olvido a las eficaces, lentas y seguras envenenadoras). Es evidente que todas las modificaciones de la cultura y de la posible civilización que han ido impregnándonos desde los años sesenta nos han cambiado mucho: cuarenta años que liman nuestro áspero mundo español, rudo, pobretón, ignorante.
No sé si interviene en mi juicio apasionado el hecho de que la víctima sea una mujer, porque mis librepensadores de casa ya me enseñaron algo de eso y porque tengo un arcaico sentido feudal de la protección al débil; pero también me apiado del cura de aldea, y esa piedad no entra para nada en mi educación ética.
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