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Reportaje:

Chacalay: adiós al 'dry'

El emblemático local de copas de Valencia cierra el viernes tras 49 años para convertirse en una tienda de modas

'Desde 1953, sin cesar en la actividad coctelera'. El lema podría haber figurado en el frontispicio de Chacalay, pero ahora ya es imposible: definitivamente se nos va, desaparece de la faz de los vicios públicos para quedar convertido en virtud al uso, en una casa de modas.

Múltiples avatares han jalonado la trayectoria de este establecimiento, ahora santo y seña de los escasos recalcitrantes que perseveran en el consumo de los combinados en Valencia. Su inauguración se debió a tres profesionales de la hostelería -Ángel Haba, José Moya y Florentino Alcón- en una época en la que estaba de moda todo aquello que nos acercaba a las maneras americanas. Las grandes ciudades debían reconvertirse y desterrar la tasca y el bar de tapas, acercando a sus habitantes al modelo holliwoodiense, a lugares donde lucirían el palmito como si de Ginger y Fred se tratase. Para ello había que comenzar por el nombre: era importante, y nada mejor que introducir el elemento exótico y desconocido: Chacalay podía ser una isla cercana a Cancún o el nombre de un caballo ganador de los más renombrados derbies, pero sin duda no sonaba a cáscaras de mejillón bajo nuestros pies.

También era la época en que se oían, como cantos de sirena, los sones de clubs privados, la exclusividad para los que eran acreedores a ella. Por eso, los fundadores aceptaron la oferta que les hacían para el traspaso del local los prohombres de la ciudad, aquellos que se reunían todas las Fallas en los locales prefabricados -pero sociales al fin- en la actual plaza del Ayuntamiento. Una multitud llegó a ser propietaria del club, privado pero con un mínimo carácter público; no se exigía carnet para degustar, pero nadie fuera de la clase dirigente hubiese osado poner los pies en el santuario.

El cambio afectó a todos los estamentos, y se perdieron aquellos usos, por lo que un nuevo cambio en la propiedad se acercaba. Ramón Martínez, del clásico Don Ramón, vino a ocupar las instalaciones aportándoles otro estilo. Se mejoró la cocina, ya que con anterioridad la antigua cocinera, Rosa, únicamente cocinaba para satisfacer encargos específicos de los socios, y sin embargo Teresa, el relevo, lo tuvo que hacer casi al por mayor, para todos aquellos que estuviesen interesados por los cocidos caseros y los arroces en sus distintas variantes. A día fijo y precios populares.

Vuelta a empezar, poco antes de que comenzasen los noventa: los antiguos socios -ahora en menor número, unos cuarenta- toman el mando, no pueden consentir la pérdida de su paraíso que, conocido por el público en general, se ha popularizado. Por la módica cantidad de 300.000 pesetas, cada uno de ellos puede alcanzar la gloria de la propiedad y además reencontrar un espacio íntimo, conocido, para los aperitivos o los juegos de cartas y las cenas con amigos. Y con la ventaja añadida que proporciona el que alguien como Luis Hidalgo, encargado del local durante tantos años, siga en la brecha, dando consistencia a los antiguos patrones de conducta y atendiendo las peculiaridades de cada uno de los socios, realizando al fin -y esta vez sin distinción entre dueños y meros clientes- aquello por lo que suspiramos todos los consumidores: atención personalizada y profesional. Los conocedores de Chacalay saben que estas virtudes han sido tan imperecederas en el mismo como el mobiliario y la decoración.

Y aquí nos encontramos, instantes antes del cierre definitivo, a la espera de degustar la mejor coctelería de la ciudad en su estado terminal. A despecho de algunos puristas, solicitando a Diego o a Juan Carlos que preparen el penúltimo dry, y que por favor, nos lo sirvan con nuestra ginebra favorita helada, recién salida del congelador, para que así no se contamine demasiado con aquellos otros elementos que a todo degustador de Martini cocktail casi le ofenden. Y pensando adónde llevaríamos a don Luis Buñuel si, redivivo, gustase de acercarse por Valencia.

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