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ARTE Y PARTE
Columna
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Montserrat

Hacía años que no me había acercado a Montserrat y he comprobado que el espectáculo ha cambiado poco, excepto los últimos estragos del fuego y de las inundaciones que están ya en vía de discreta superación. El escenario orográfico sigue siendo el gran protagonista y la mole arquitectónica del monasterio sigue con su vulgaridad centenaria, redimida sólo por el atrevido emplazamiento de los viejos muros. A pesar de los intereses eclesiásticos y de los entusiasmos patrióticos, las sucesivas reformas del monasterio de los últimos 150 años han sido casi siempre de baja calidad, quizá porque han coincidido con los dos momentos más débiles de nuestra cultura artística.

Fueron desacertadas las reformas de la segunda mitad del XIX que transformaron la basílica en uno de los espectáculos menos afortunados de la arquitectura catalana. Los arquitectos F. de P. del Villar -padre e hijo- eran adictos a los eclecticismos historicistas de la época, pero no eran tan cultos como Martorell, Mestres o Vilaseca para interpretar con claves nuevas los viejos estilos. Maquillaron la nave y construyeron unos falsos ábsides en un estilo que supone un refrito españolista de neobizantino y neogótico con pretendidas alusiones a un románico sui géneris. Pero el desaguisado no acabó con la arquitectura: la decoración pictórica y escultórica empeoró el escenario. Joan Llimona y sus ingenuos compañeros del Cercle Artístic de Sant Lluc proclamaron su beligerante religiosidad en una pobre decoración. El abad Muntadas y luego el abad Deàs respondían -espiritual y estéticamente- a aquel eclecticismo que quería ser conservador porque no podía ser creativo. Hicieron de Montserrat la mejor muestra de este momento estéril del arte catalán.

De aquel periodo, quizá el único espacio que conserva la antigua dignidad es el atrio, un patio que mantiene un orden neoclásico de carácter rural, al que Villar sólo añadió una exuberante puerta en la que los hermanos Vallmitjana supieron controlar la escultura.

Después de la desorientación estética de fin de siglo, el arte catalán pasó por fases de eficaz efervescencia -del modernismo a las vanguardias-, pero casi ninguna de ellas está presente en el monasterio, sólo con un par de excepciones concretas a las que luego me referiré. Hubo que esperar a que llegara otro momento de grave declive cultural para poner en marcha las reformas arquitectónicas del siglo XX: el primer franquismo, presidido por el prestigio del arte fascista. Con motivo de los actos de entronización de 1947 -que en otros aspectos tuvieron una positiva significación pública y política- el arquitecto Francesc Folguera construyó una nueva fachada en el estilo de la Italia mussoliniana con algún gesto de tradición local. Pero ni ese gesto logró dignificar el proyecto: la llamada Torre del Abad es uno de los edificios más feos de Cataluña, con una soberbia que debió de entusiasmar al abad Escarré, otro príncipe tan grandilocuente como sus dos antecesores ochocentistas.

A esa arquitectura se ha añadido una infinidad de elementos cuya baja calidad se disfraza con un decorativismo de falsa modernidad que provenía de lo que llamábamos despectivamente 'estilo Escuela Massana'. En el eje principal de la basílica, el frontal del altar con bisutería de esmaltes y el sitial del abad con relieves publicitarios parecen anunciar la entrada a una coquetona cervecería bávara. Y los centenares de lámparas votivas que ofrecieron todas las entidades catalanas rellenan con orfebrería delicuescente los pocos espacios limpios que todavía quedaban, mostrando que ni siquiera los antiguos modernistas o los recientes noucentistes, sabían mantener en el primer franquismo sus oficios y sus modernidades incipientes.

Ya he dicho que en esta historia hay algunos puntos excepcionales. El más importante es la inteligente intervención de Puig i Cadafalch durante la década de 1920 con un proyecto que comprendía la reforma de todo el monasterio. Se realizaron sólo unas reformas interiores -el refectorio y el llamado 'claustro románico'- y la prometedora plaza pública con sus accesos, una explanada que ahora tendrá que ser restaurada porque quedó afectada por las inundaciones. Otro punto que parece excepcional es la intervención de nuevos arquitectos en las últimas reformas. Por ejemplo, Arcadi Pla ha reabierto con mucho acierto las ventanas de la basílica, ha construido una nueva cúpula y ha reducido con ello la triste oscuridad de la nave. Es el momento de insistir en esta línea y de aplicarla, sobre todo, en la reconstrucción de la explanada en la que no se reconocen ya las inteligentes trazas de Puig. Y aprovechar la ocasión para rehacer el museo que ocupa su sótano y que presenta una colección unidireccional de la pintura catalana suficientemente significativa para merecer una instalación mucho mejor. ¿A quién se encargará ese trascendental proyecto? ¿Qué obras de arte serán reclamadas? ¿Continuaremos con las torpes modernidades falsas que pululan por el monasterio? Ahora ya no estamos en la década de 1940 y la oferta cultural catalana merece un reconocimiento.

Me doy cuenta de que este artículo ha tomado un tono demasiado crítico e incluso políticamente -¿y patrióticamente?- incorrecto. Parece que haya olvidado todos los aspectos positivos de la historia reciente de Montserrat, mucho más importantes que el mejor o peor gusto artístico de sus abades, aunque la crítica del gusto no sea nunca un asunto baladí. Que me perdonen mis amigos de Montserrat, a los que admiro muy por encima de sus errores estéticos.

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