Ni paz ni guerra
¿Cuando decimos Colombia de qué hablamos? Es sin duda abusivo decir Colombia refiriéndonos a lo que hace en su nombre el Gobierno de Bogotá; si cambiamos Colombia por el establecimiento, la élite, tomamos la parte por el todo; y si se emplea el término sociedad colombiana, la ambigüedad ya es máxima. El conjunto, sin embargo, de todas esas realidades, cualquiera que sea el nombre que le demos, no ha tomado una decisión clara todavía sobre qué hacer, si la paz o la guerra, a la rebelión guerrillera.
Ante la primera vuelta de las elecciones presidenciales, hoy domingo, el hecho es particularmente relevante porque el candidato pluscuamfavorito, Álvaro Uribe Vélez, es percibido por el electorado como el hombre de la guerra o, por lo menos, el que es capaz de hacerla cuando han fallado todos los mecanismos de concertación previos.
Si nos atenemos al discurso político habitual, por supuesto que esa amalgama de lo colombiano quiere la paz. Nadie nunca en ninguna parte ha dicho jamás que no quiera la paz; los palestinos la quieren; Ariel Sharon muere por ella; las FARC, marxistas de la montaña, no aspiran a bien más preciado. Pero lo que hay que preguntarse es qué paz y cuánto se está dispuesto a pagar por la misma.
A la paz parece que se puede llegar por dos vías. La de la negociación y la de la guerra. La primera es la que ha probado el presidente saliente, el conservador Andrés Pastrana, durante sus cuatro años de mandato. Incansablemente ha tratado de negociar un alto el fuego, una humanización de los combates, y aunque ha logrado algún canje de prisioneros, no ha avanzado en el camino de la paz. Pastrana sabía que las exigencias de la guerrilla, si es que querían hacer la paz, lo que nunca se ha demostrado, eran altísimas. Y no es de extrañar que se negara a ofrecer a las FARC lo que éstas consideraban su inalienable derecho, como el reparto del poder político, unido a una verdadera revolución en la distribución de la riqueza. Pero lo cierto es que el presidente nunca propuso más que una reinserción de la guerrilla en la vida política, y eso no era nada, porque las FARC, que se creen virtualmente vencedoras, no piensan rendirse aunque sea con honores. Pastrana intentó la reforma política pero el Congreso se la tumbó, porque la mayor parte de la clase gobernante no quería sacrificar sus prebendas por la paz.
La segunda vía es la de la guerra. Cuando asumió Pastrana, el Ejército combatiente contaba con unos 32.000 hombres; al rendir mandato, esa cifra ha aumentado a 55.000, de los que, sin embargo, una parte ha de cumplir tareas estáticas. Las FARC cuentan con unos 20.000 combatientes; el segundo grupo insurrecto, el ELN, alrededor de 5.000, y hay cerca de 10.000 paramilitares que, en la práctica, son auxiliares del Ejército, pero que un Estado de derecho debería combatir tanto o más que a la guerrilla, porque son mercenarios que han instalado su negocio sobre el peaje del narco -como las propias FARC- y contribuyen grandemente a que Colombia sea hoy un país de tan trágica belleza.
Todos los tratadistas del combate antiguerrillero afirman que para que un ejército regular combata con posibilidades de vencer a una guerrilla de éxito, y más aún en un medio abrupto como el colombiano, donde los insurrectos palpitan como en el útero materno, ha de tener una superioridad numérica de unos cuantos a uno. Y poner en pie de guerra a 200.000 o 300.000 hombres -y mujeres- sale mucho más caro que los exiguos 55.000 ahora existentes, como igualmente de oneroso es acceder siquiera a una parte de las pretensiones guerrilleras en materia de poder, que al final es lo mismo que patrimonio.
Ése es el doble precio, por la negociación o por la guerra, que no parece hasta la fecha que haya querido pagar el conglomerado colombiano. ¿Por qué?
El Estado, en su minimalismo, recibe la lealtad activa de sólo una parte de la población, de forma que, como se ha dicho, no se da hoy una guerra civil en el país, porque éste no se halla dividido en dos bandos más o menos parejos, sino que dos fragmentos del mismo, las fuerzas armadas que no representan a toda Colombia porque, si así fuera, serían mucho más numerosas -la nación en armas- y guerrilla más paramilitares, que sólo representan al negocio al que se dedican, se enfrentan entre sí, en medio de una imposible tentativa de neutralidad de gran parte de la población. Imposible porque ese país colombiano que querría estar al margen es quien sufre los efectos de esa guerra, aunque no la sienta suficientemente como propia; y tampoco puede decirse que el establecimiento haga suya la contienda porque el precio que paga por ella sólo da para 55.000 soldados de primera línea.
¿Podrá alterar esta realidad Uribe Vélez? Colombia es un país que ya sólo cree en los milagros. Y vota por ellos.
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