Estaban aquí
Los paisanos de las viejas plazas siempre tomaron a chirigota la llegada de los bárbaros. Por lo común pagaron las consecuencias, pues, al cabo, los bárbaros llegaron. Esta es la historia que aprendimos. La que experimentamos es más ardua, pues los bárbaros estaban entre nosotros.
A lo largo de algunos años, en que me ocupé de la ciudad, aprendí a leer a Kavafis. Con escasa fortuna en lo que concierne a su difusión, pues quedaba reducida a quienes ya tenían la suerte de conocerlo, o a quienes, por mi mediación, lo despreciaron, consecuencia que no estuvo jamás en mis intenciones.
Por cierto que idéntico destino parece que corrieron mis reiteradas referencias al bacilo de la peste, que vuelve a sorprender a las ciudades alegres y confiadas.
Conocí a los bárbaros que habitaban la ciudad. Y a la peste. Fui víctima de ellos, aunque ignoro si propiciatoria de ulteriores desmanes. Estaban aquí, y de nada servían las advertencias, pues siempre los adivinos, y más si lo son de desgracias, reciben el desdén como pago a sus admoniciones.
Ahora se dedican, bárbaros, a la genuidad de las palabras, a asentar doctrina sobre lo que ignoran, puesto que en ello radica la barbarie. El desprecio del conocimiento, el repudio de la razón, como supremo argumento. Y ante ellos, la pasividad de quien aguarda la llegada, en ignorancia de una presencia insidiosa, a veces nada oculta.
El alejamiento provisional de la ciudad produce sobresalto en los retornos. Y, peor aún, el estremecimiento de aquello ya escuchado. Un día la voladura de las obras del Turia, nuestro y verde, del cemento de Vetges tu, milagrosamente salvado por la ocupación ciudadana. Otras la restitución de las ruinas -¿cabe mayor barbarie?- de un teatro rehabilitado en Sagunto, por mor de un empeño y un compromiso electoral de barbarie, de destrucción del otro. Destrucción del otro, precisamente por serlo.
Estaban entre nosotros, y accedieron, como sus ancestros, al poder. Y ahora muestran su faz verdadera, genuina, como las palabras que quieren acuñar, y que por supuesto tampoco usan. Como las otras, las nuestras, las del común despreciado.
El estupor me lleva a preguntarme, ¿qué ruinas quieren en Sagunto? ¿Las del siglo IV, las del XVII, las salvadas de la rapiña de la miseria, las ahormadas por el hormigón de los años cincuenta? ¿O acaso quieren rehacer la fortaleza, bastión y cárcel, del siglo XIX? ¿O de 1939, tan cercano como olvidado? ¿Repararán los huecos de la memoria, los agujeros de la fusilería? Puesto que los bárbaros son siempre los mismos acaso concluyan en que un poco de todo, incluidas las representaciones de la nueva patria, de Franco, con Sanchis Castañer y Peman, y sus paellas liberales, como reportaba Almela y Vives, 'donde cada grano es un grano, solo e individual'.
Los ciudadanos requerimos explicaciones. Las imposiciones de la barbarie nos son ajenas. Además somos contribuyentes. Pagamos a las instituciones que dicen servirnos. Tengo la seguridad que una de ellas, como el Consejo Valenciano de Cultura tendrá que decir algo más que constatar la devastación kavafiana de lo irremediable. O se sonrojarán conmigo, con nosotros. O nos acompañarán con el sarcasmo, forma violenta de la ironía, tan nuestra.
De la lengua genuina, nada, que ahora va de piedras. Y de memoria. Gracias a más de una intransigencia, al menos no pueden quitarnos la palabra.
De los autores del desaguisado, lejanos ya en el tiempo, poco tengo que decir. Uno de ellos, franquista convicto, y a cargo de una representación gubernamental de sedimento democrático epidérmico e improvisado, se negó a acoger una obra de arte que enseñoreó la plaza mayor de mi ciudad. Caballo y jinete, con poca traza, todo hay que decirlo, abandonaron su sitial. Si queda algún viudo lo compensa el alborozo ciudadano y las tribulaciones que hubo de pasar quien esto escribe. El tal ha seguido, contumaz, y retribuido, con cargo a las instituciones a las que nada contribuyó.
Ciertos son los riesgos de poner perfiles a la ciudad, de establecerlos de una vez para siempre. Las ciudades se edifican sobre sus ruinas, y a un perfil sucede otro. Con respeto para los patrimonios, pero sin sacralizaciones, sin consagraciones a musas y deidades, volubles siempre al decir de los clásicos. En el caso que me ocupa, como en el de las palabras, insisto que no usan, el establecimiento de las verdades absolutas siempre ha conducido a la mengua de la razón, y a su acompañamiento, el triunfo de la sinrazón.
Apena que la ligera vacación tenga que ocuparse de la barbarie, cuando la ciudadanía, y la ciudad, merecen la oportunidad del gozo. El bochorno de la pertenencia es la primera piedra para el exilio, aunque éste sea interior, en el propio espacio. Y esta tierra ya tiene, en su historia, demasiados exiliados, comenzando por Vives.
Detengamos a estos bárbaros, ahora que ya sabemos que habitaban con nosotros, que compartían la misma plaza, y devolvámoslos a la vitrina del museo. Les trataremos bien, como siempre, que ellos jamás tuvieron tanta consideración.
Ricard Pérez Casado es diputado socialista por Valencia.
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