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Columna
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Huérfanos

El miércoles pasado, mientras retransmitían la final de la Champions, estuve dando un paseo por las desiertas calles de Girona. De vez en cuando, se oían salvas de cohetes, pero era imposible saber quién ganaba. Ya conté una vez que, en un partido de estas características, el lenguaje de los cohetes no es descifrable. Pueden ser expresión de dos sentimientos adversos: el gozo por el gol que acaba de conseguir el equipo amado o el gozo por el gol que acaba de encajar el equipo odiado. Los cohetes de la antipatía son cada vez más abudantes. Pasadas las diez de la noche, un murmullo difuso anegó la ciudad y las calles empezaron a llenarse de tráfico. La avenida más amplia y moderna fue tomada por una incensante caravana de coches repletos de alborotados jóvenes o de risueñas familias que proclamaban a grito pelado y con suplemento de banderas y bocinas el triunfo del Real Madrid. Como ha sucedido otras veces, los felices miembros de la populosa parroquia madridista de Girona se concentraron en una gran rotonda en cuyo centro, ahora en obras, no hay absolutamente nada: ni una diosa de piedra, ni un chorro de agua. No necesitaban fetiches ni liturgias. La sorprendente abundancia de celebrantes expresaba en sí misma todo lo que cada uno de ellos quería expresar. Sin saberlo, estaban parafraseando una canción de Raimon: eran muchos más de lo que se dice y cree. Para remachar el clavo, resulta que la plaza en la que está la rotonda lleva el nombre de los Països Catalans, lo que añadía al acto un toque irónico (seguramente imprevisto por los cándidos protagonistas de la celebración).

Unos jóvenes de aspecto tremendista, envueltos en bufandas de color morado, rapados o embutidos en banderas españolas, algunas de ellas con el viejo pajarraco, llevaban la voz cantante: 'Bote, bote, bote, polaco el que no vote', '¡puta Barça, Puta Barça, eh, eh!', 'Barça, cabrón, saluda al campeón' y otras lindezas por el estilo. La mayoría de los concentrados no secundaban los gritos. Eran grupos familiares o de amigos, cincuentones calvos, cuarentonas en chándal, treintañeros en camiseta y marcando barriga, abuelos risueños, niños con la sonrisa blanca: tipos corrientes cuyo principal signo de identidad (en una ciudad en la que, según afirma el tópico, todo el mundo se conoce) era su puro, perfecto, anonimato. Ni conocen, ni son conocidos, pero ahí estaban: felices, esperando quizá el advenimiento de algo nuevo (¿esperando al Godot posmoderno, es decir, a la versión castiza de Pim Fortuyn?). Complacidos pero distantes, contemplaban a los jóvenes rapados; o charlaban, empachándose de satisfacción, en pequeños grupos. Sólo un cántico conseguía la participación y el aplauso unánime: '¡Campeooones... oé, oé, oé!'. El ambiente era rumboso, doméstico y cordial. Con un par de policías municipales, que desviaban el tráfico para evitar accidentes, bastó.

Sobre las 23.30, los primeros grupos familiares empezaron a retirarse. Dos matrimonios treintañeros, de apariencia obrera, avanzaban por la avenida, colmados y silenciosos, con sus festivos niños. De repente, cayó sobre ellos un cubo de agua. Al levantar la cabeza, fueron increpados, desde un alto balcón, por cuatro chicas ('cabrons!', 'fills de puta!') que reforzaban los insultos agitando el puño y mostrando obscenamente el dedo mediano. Debían de ser universitarias (en esta zona pequeñoburguesa de Girona, cerca del edificio de la Facultad de Educación, abundan los pisos de estudiantes). Los insultados devolvieron tímidamente los insultos, volvieron a recibirlos y se largaron; pero seguidamente llegaron unos jóvenes cabalgando estridentes motorillas con el motor trucado y levantaron el puño contra las muchachas. Ambos grupos estuvieron vomitándose bilis y obscenidades durante un buen rato, ellas desde arriba, ellos desde la calle. La amorosa escena del balcón entre Romeo Montesco y Julieta Capuleto tiene hoy en día estas inquietantes variaciones.

Que el fútbol ha dejado de ser fútbol parece obvio. Es la última gran religión: la única esperanza que da sentido a las masas. Como los dioses antiguos, el fútbol es caprichoso, omnipotente y feroz. Su premio y su castigo son absolutos e inapelables. A veces, el fútbol parece también la última política. A marchas forzadas, el césped de los estadios está colonizando el territorio de lo social. Gracias al fútbol, la vivencia de la identidad, cada vez más repartida, fragmentada y sulfúrica, se expresa a la manera de los nobles del siglo XV, que dirimían los pleitos económicos y las afrentas de honor mediante singulares y ritualizados combates entre campeones de la caballería. A muchos les ha parecido obsceno el madridismo de Aznar. Y sin embargo, es evidente que el triunfo del Madrid da sentido retórico y litúrgico a los triunfos políticos de Aznar. De la misma manera que el triunfo liguero del Valencia es el broche simbólico del fenomenal despegue económico valenciano. Naturalmente, las derrotas del Barça y su grotesca fractura interna resumen el desconcierto catalán presente. Siempre -me dirán- el fútbol había contenido estos ingredientes. Pero no hasta tal punto. Murió la religión, los valores que en Francia llaman republicanos se agotan, el sujeto de los cambios sociales progresistas se ha fragmentado y se disuelve en los fantasmas de la inmigración, el sistema de representación democrático está en bancarrota. No es mérito del fútbol, sino demérito o fracaso de la política, de la educación, de la ética progresista, de los valores del humanismo cristiano. No es mérito del fútbol, sino expresión de la gran orfandad contemporánea. La pregunta, inquietante, es ésta: ¿existe en las eufóricas Valencia y Madrid (y en esta parte secreta de la Girona madridista), o en las tristes Barcelona o Leverkusen, una ideología, un sentimiento, una creencia que pueda provocar más emoción, más interés, más pasión que el fútbol? Sobre el páramo que el fútbol espontáneamente coloniza, empieza a construirse el nuevo populismo.

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