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Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA
Tribuna
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La chulería de Salvador Távora

No soy antitaurina por mi condición catalana. Si hubiera nacido en pleno campo extremeño, y tuviera de hermana a la mismísima Cristina Almeida (por cierto, buena amiga), también opinaría como Manuel Vicent en este mismo periódico, o hasta como la reina Sofía, cuyo silencio en la materia está tan cargado de palabras. Por cierto, curiosa transversalidad la de los toros, que liga a republicanas irredentas con reinas en activo... Diré más, ni teniendo de amante al mismísimo Joaquín Sabina -sueño erótico de todas las féminas progres del planeta-, conseguiría éste acercarme a causa tan sanguinaria, tan irracional y tan intolerante. Algunas preferimos vivir nuestro lado salvaje no maltrantando animales..., como no sean señores que lo quieran y se dejen... Me pongo, pues, a tiro del verbo sarcástico de Joan de Sagarra, o de la punzante lanza de Albert Boadella, o de quienesquiera que defiendan los toros y piensen que los antitaurinos somos ese grupito de freaks de la verdura, medio antiguos, medio cretinos, incapaces de disfrutar con las fiestas auténticas. Pero que no se equivoquen: lo nuestro no es una cuestión de catalanidad pétrea, ni un caso típico de exceso de ceba, sino una actitud más de fondo.

Que la fiesta se haga en tierra catalana, y con sagarretas auténticos, o se haga en pleno Ronda, con toda la familia De Alba al completo, nos importa tres pepinos. Lo que importa es la sacralización de la violencia más irracional, el gusto por la tortura y la muerte, el disfrute ante la agonía de un animal noble, que chilla de dolor mientras va muriendo, porque hay quien confunde la antropología con la cultura. Goya retrataba el toreo como denuncia de una sociedad irracional. Ni a Goya entienden algunos. Si hablamos, además, de todo lo que rodea al toreo, de ese mundo de submundos, bajo, bajísimo, tanto que hasta entroniza la ignorancia -por mucho Hemingway que aprendan a citar-, y de lo que significa la defensa del lenguaje de la muerte como forma de progreso social, si hablamos de lo feo que hay bajo lo feo que ya es lo público, el toreo queda como lo que es: zona oscura y sucia de nuestra alma colectiva. ¿Es plástico, bonito, apasionado? La muerte ritual siempre es plástica. Sólo que es muerte.

Dicho todo esto, nadie va a creerme cuando asegure que mi oposición -y la de tantos- a la muerte real de toros en la ópera Carmen de Salvador Távora no es cuestión de debate taurino, aunque subyazca la posición de cada cual en tan polarizado tema. El debate es sobre leyes y sobre la falta de respeto que tiene hacia Cataluña quien tanto respeto exige para él mismo. Aparte de felicitar a Távora por la oficina de promoción publicitaria que se ha montado con toda la polémica, vayamos pues al quid. ¿Qué reprochamos algunos al señor Távora, viejo mito de todos los progres que por ahí nos arrastramos? Viejo mito... caído. Una servidora no le reprocha a estas alturas que le gusten los toros, o que su concepto de la libertad pase por amar la tortura de los animales, o que le divierta la sangre en medio de un teatro. Que cada cual haga de sus gustos un sayo. Lo que me parece fuera de lugar es el ataque de chulería que le cogió cuando descubrió que existían las autonomías, que a algunas les daba por legislar leyes, y que en la nuestra, en cuestión, existía una tenue ley de protección de los animales que impedía la tortura de un animal en un acto cultural. Tuve ocasión de debatir con él en la cadena SER cuando empezó la polémica y recuerdo perfectamente la frase antológica que me lanzó: 'Esto es España y en España nadie va a prohibirme a mí matar un toro'. ¿Parlament, leyes propias, decisiones soberanas? Tonterías de cuatro nacionaleros que teníamos ganas de tocarle las menudillas. El mismo Távora que aceptaba sin rechistar no matar toros en su Carmen en Holanda y en otros países europeos donde las legislaciones no se lo permitían, convirtió en casus belli el hecho de que no se lo permitiera la legislación catalana. Ni la reconoció, ni reconoció al Parlament como hacedor de leyes, ni le importó un rábano pisar baldosa autonómica. Quizá porque, antinacionalista él, se nos descubrió como tantos otros progres antinacionalistas, ¡más nacional-español que la puñeta!

Y a partir de ahí nació todo. Tuvo la oportunidad de brindarnos su Carmen sin matar ningún animal, tuvo la opotunidad de entender esa cosa tan simple del derecho a legislar, tuvo la ocasión de ser tolerante con lo distinto -y no sólo con lo propio-, de compaginar su libertad de expresión con nuestra ley de protección, pero prefirió montar un cirio, autocoronarse como mártir de alguna causa y llevarnos a un callejón judicial cuya salida es tan deplorable como dudosa. Porque..., hay que leer la sentencia para conseguir alucinar sin estimulantes... Su acto de chulería patria tendrá, pues, si nadie lo remedia, recompensa.

Y una servidora lo felicita. Si finalmente consigue ganar lo que él ha convertido en una especie de combate chulesco, habrá llegado al orgasmo por tres vías igualmente bonitas, bonitas: habrá conseguido reírse del derecho de los pueblos a tener leyes propias: Mío Cid, la reina Isabel y hasta José Mari lo aplauden; habrá mezclado el ritual del arte y el pensamiento con el ritual de la tortura y la muerte, convertido su espectáculo en apología de la barbarie: ahí lo aplauden todos los intelectuales amantes de la sangre; y finalmente, habrá perpetuado un acto más de dominio, dominio del fuerte sobre el débil, sea éste de la especie que sea. ¿Quién lo aplaudirá en ese caso?

En fin, Távora. Que te aproveche tamaño éxito...

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