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Crítica:LA GLOBALIZACIÓN Y SUS CRÍTICOS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Misioneros de la globalización

Josep Ramoneda

El diagnóstico de Joseph Stiglitz es contundente: 'La globalización actual no funciona'. Muchos millones de personas han notado 'cómo su situación empeoraba' y 'cómo sus empleos eran destruidos y sus vidas se volvían más inseguras', 'se han sentido cada vez más impotentes frente a fuerzas más allá de su control' y 'han visto debilitadas sus democracias y erosionadas sus culturas'.

Los argumentos de Stiglitz podrían resumirse así: la globalización alberga un potencial enorme y puede ser benéfica para todos. Si no lo es todavía es porque está pésimamente gobernada. Buena parte de la responsabilidad recae en las organizaciones internacionales: el FMI, el Banco Mundial y la OMC. El FMI es el más malo. Sus políticas tienen una doble ceguera: la ideológica y la de la incompetencia. El dramático cambio hacia la mala economía y la peor política fue en los años ochenta. Ronald Reagan y Margaret Thatcher lanzaron la gran batalla ideológica a favor del 'fundamentalismo del mercado' y el FMI y el Banco Mundial se convirtieron 'en nuevas instituciones misioneras, a través de las cuales esas ideas fueron impuestas sobre los reticentes países pobres que necesitaban con urgencia sus préstamos y sus subvenciones'. La austeridad fiscal, la privatización y la liberalización de los mercados, 'los tres pilares del consenso de Washington', se convirtieron en verdades ideológicas incontestables. De este modo, el FMI fue abandonando la misión para la que fue fundado: la estabilidad económica global. Y se convirtió en el instrumento que garantiza los intereses del capital financiero internacional.

EL MALESTAR EN LA GLOBALIZACIÓN

Joseph E. Stiglitz. Traducción de Carlos Rodríguez Braun Taurus. Madrid, 2002 250 páginas. 17,50 euros

El FMI ha actuado 'como un

mandatario colonial'. En Asia lo único que fue capaz de hacer el FMI fue acabar de hundir a los países afectados por la crisis y conseguir un gravísimo contagio en cadena para salvar a los prestamistas occidentales. La terapia de choque aplicada a la ex Unión Soviética tenía motivaciones ideológicas, pero ha sido un desastre económico y político: los ritmos son muy importantes en cualquier proceso de cambio. El resultado de la actuación de estas instituciones es que la globalización ha servido para aumentar las desigualdades y para generar un amplio movimiento de rechazo. El precio pagado ha sido superior a los beneficios: 'El medio ambiente fue destruido, los procesos políticos corrompidos y el veloz ritmo de los cambios no dejó a los países un tiempo suficiente para la adaptación cultural'. Éstas son las raíces de estos miedos de los que últimamente se habla tanto, que el discurso político desvía hacia la inseguridad para evitar el debate sobre las cuestiones de fondo.

Stiglitz, que trabajó tres años en el Banco Mundial, no quiere hacer el proceso de intenciones a las instituciones internacionales. Pero asegura que sólo desde la defensa de los intereses de los inversores occidentales se puede encontrar coherencia a las políticas del FMI y del Banco Mundial. Ellos han sido los que han otorgado al capital financiero un valor normativo que se ha impuesto por encima de la política. Stiglitz rechaza la hipótesis conspirativa: no lo han hecho por connivencia, sino por incompetencia profesional, obnubilación ideológica y desconocimiento de la realidad. Urge, por tanto, la reforma de unas instituciones que considera imprescindibles, para conseguir que los beneficios del proceso de globalización alcancen a todos.

El libro esboza una lectura política de la actuación del FMI, sobre tres ideas principales: la noción de fundamentalismo de mercado, la importancia del ritmo de las reformas ('el tiempo -y la secuencia- es todo') y la necesidad de recuperar la política.

Stiglitz nunca habla de 'neo

liberalismo', siempre utiliza la fórmula 'fundamentalismo del mercado'. Y, en efecto, es sorprendente cómo en la narración de las actuaciones del FMI reaparecen los lugares comunes de toda práctica fundamentalista. Idealismo de los principios: la imposición de la verdad -la teoría- contra las evidencias que la realidad emite, de modo que si las cosas salen mal nunca es culpa de la doctrina, sino de la incapacidad de los países en desarrollo para adaptarse y entender la buena nueva. Elitismo vanguardista: Stiglitz habla de 'un enfoque bolchevique de las reformas del mercado' con una élite encabezada por burócratas internacionales forzando cambios rápidos sobre poblaciones renuentes. Redención por el dolor: los países en desarrollo tienen que pasar por el sufrimiento para alcanzar el paraíso de las sociedades avanzadas de mercado. Si las políticas empeoran la situación hay que asumir el tránsito por la miseria y por el conflicto como los dolores de parto de la historia. Miseria del ciudadano: el individuo es insignificante al lado del valor superior que es la sociedad del mercado. Los funcionarios del FMI 'no sienten lo que hacen, como cuando se tiran bombas desde 50.000 pies'. Al FMI no le interesan en absoluto las condiciones de los ciudadanos ni los efectos que sus políticas tengan sobre sus vidas. Aplican un manual escrito en Washington que sirve para todos los usos -Stiglitz reporta errores informáticos que confirman que de un país a otro sólo se hacían algunos cambios sobre un mismo documento matriz- porque los tres pilares del consenso de Washington están por encima de los hombres. Los tiempos pasan y los modos de dominación se repiten. Los poderes se parecen mucho, sobre todo cuando pretenden una -homogeneización- universal.

Los ritmos y los tiempos: no hay reforma que pueda ser exitosa si no cuenta con un amplio consenso social. El ciudadano necesita tiempo para integrar procesos que afectan sensiblemente a su modo de estar en el mundo. En Rusia, las prisas del FMI, la famosa terapia de choque, han resultado fatales. Se urgió la privatización y la liberalización sin haber creado ni el ámbito jurídico necesario -las reglas del juego- ni el marco cultural adecuado. El resultado ha sido la corrupción y el capitalismo mafioso, sostenido además con dinero internacional. ¿Cómo privatizar sin una ley y unos tribunales para dirimir los abusos, sin gente preparada para ejercer como empresarios en un marco de competencia, sin las condiciones de libertad necesarias para que se pueda hablar realmente de economía de mercado? La privatización ha sido la transferencia de las propiedades de todos al grupo oligárquico superviviente de la antigua nomenclatura comunista. Sólo desde el fanatismo ideológico se puede negar la atención a los ritmos del cambio.

La recuperación de la políti

ca: la estrategia del FMI también es política, pero es una política degradada que pretende uniformar el espacio económico y negar la capacidad de decisión soberana a los distintos países. Y, sin embargo, en la globalización la proximidad sigue siendo importante: precisamente para acertar en los ritmos y en las secuencias. De Etiopía a Malasia, Stiglitz analiza los ejemplos que demuestran que los responsables de estos países conocían mucho mejor la situación que los funcionarios que se guiaban por una mirada de turista con las cifras macroeconómicas como gafas. Para Stiglitz, los países que mejor han superado las crisis han sido aquellos que han preferido seguir sus propias políticas antes que desmantelar sus países con las terapias del FMI. La denuncia del ninguneo de la política que hace tiene, sin embargo, un punto débil: su defensa apasionada de China, como ejemplo de transición a seguir. Su alma de economista le traiciona: como aquellos a los que critica, pone los valores del crecimiento y el desarrollo por delante de la política. En materia de libertades políticas, ¿cabe admitir los retrasos en nombre de los ritmos del cambio? ¿No es la libertad una condición necesaria para atender correctamente los tiempos y las secuencias?

Para Joseph E. Stiglitz, la gran víctima de la globalización es la responsabilidad. Precisamente para eludirla se presenta la globalización como un destino inevitable al que sólo cabe adaptarse. Pero, al final del camino, la pregunta es: ¿las instituciones globales cuyas políticas Stiglitz critica son realmente reformables o tienen razón los que sospechan que estas instituciones son los batallones de choque de un neocolonialismo pospolítico?

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