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Israel y la vieja aporía

José María Ridao

Estremecidos ante la brutalidad de la política de Ariel Sharon hacia los palestinos, muchos de los observadores habitualmente cercanos a las posiciones de Israel suelen empezar sus comentarios de los últimos tiempos con una afirmación tan extemporánea como significativa: la de que las razones que avalaron en 1948 la creación de un Estado para los judíos en el territorio del Mandato británico sobre Palestina siguen siendo válidas más de medio siglo después. Al dirigir el debate por este insondable derrotero -que en el fondo lleva a sustituir la controversia política por otras de índole bíblica, histórica o moral-, ponen implícitamente al descubierto dos de los prejuicios que más han entorpecido y entorpecen la comprensión del conflicto que enfrenta a palestinos e israelíes desde hace más de medio siglo. El primero es el de que cualquier crítica a Israel, sea a la utopía que le sirvió de fundamento, sea a sus políticas concretas, esconde un soterrado deseo de echar a los israelíes al mar, cuando no un antisemitismo inconfeso. El segundo, estrechamente vinculado al anterior, es el de que un Estado en cuyo nacimiento se encuentran los sentimientos de humanismo y de piedad tiene que ser a su vez, y por definición, un Estado que actúe de acuerdo con los mismos sentimientos.

De la confrontación de estos prejuicios con la estremecedora evidencia de los tanques enviados por Sharon a Yenín, Belén, Ramala y demás ciudades palestinas puede surgir, en efecto, esa imperiosa necesidad de evocar a estas alturas la validez de los orígenes. Pero resulta que lo que la brutalidad de la política de Ariel Sharon hacia los palestinos ha puesto en tela de juicio, aquello sobre lo que ha arrojado unas sombras cada vez más espesas, no es sobre la existencia de Israel ni sobre la validez de sus fundamentos como Estado, en el que hoy viven seis millones de personas contra las que ningún atropello resulta aceptable. Antes al contrario, lo que ha puesto en entredicho es algo más inmediato y contrastable: la verdadera naturaleza de sus acciones frente a unos execrables crímenes terroristas. En este sentido, y sea cual sea la opinión que se tenga sobre la utopía sionista y sobre las razones que empujaron a las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial a facilitar su triunfo, lo único cierto es que, a día de hoy, Israel no dispone de un solo argumento aceptable para mantener la ocupación de Cisjordania y de Gaza. Las invocaciones a la seguridad con las que ha respondido durante 35 años a cualquier exigencia de retirada se han revelado a la vez falsas y miserables. Falsas, porque si algo parece evidente tras el fracaso de docenas de planes de paz intentados desde el 67, y amontonados sobre la mesa varios miles de cadáveres, es que los objetivos de mantener la ocupación y alcanzar la seguridad son radicalmente incompatibles, a no ser mediante la deportación masiva o el exterminio de los palestinos. Miserables, porque Israel no ha estado haciendo otra cosa que invocar un gran principio para, bajo su cobertura, emprender una anexión de hecho de las aldeas y ciudades palestinas a través de una espesa red de asentamientos, a la que nunca han dejado de dar su beneplácito ni los gobiernos del Likud, ni los gobiernos laboristas, que son, por otra parte, los que ostentan el récord de construcción.

La sistemática ocultación de este hecho a la opinión occidental, unida al permanente consentimiento por parte de las grandes potencias, ha propiciado el caldo de cultivo en el que han prosperado simplificaciones de todo signo. Simplificaciones como la de suponer que la violencia que padece Israel es consecuencia del 'fanatismo musulmán', no de una resistencia a la ocupación en la que, para desgracia de todos, empezando por los propios palestinos, los grupos partidarios del terrorismo están logrando capitalizar la simétrica falta de escrúpulos de personajes como Bibi Netanyahu o Ariel Sharon, encaramados al poder con programas que rechazaban la retirada. Pero también simplificaciones como la de considerar que lo que ocurre hoy en Israel es una nueva versión de ese fatídico fenómeno por el que un pueblo víctima acaba convirtiéndose en verdugo. Conviene dejarlo claro de una vez: las responsabilidades de Ariel Sharon en la conducción de la abominable política por la que deberá rendir cuentas alguna vez son de Ariel Sharon en exclusiva, y en nada implican a quienes perdieron la vida a manos del horror nazi o de tantos otros pogromos a lo largo de la historia. Ariel Sharon ni habla ni puede hablar en nombre de ellos. Primero, porque la defensa de las víctimas sólo resulta aceptable si se hace en virtud de unos principios de humanidad que está claro que Sharon no comparte, no en virtud de que determinadas víctimas son nuestras víctimas y de que, puesto que lo son, ello nos legitima para provocar cuanto sufrimiento convenga a nuestra causa. Segundo, porque admitir que Sharon es el portavoz de tormentos pasados supondría dar por descontado que las víctimas judías de todo tiempo y lugar estarían unánimemente de acuerdo con unos comportamientos con los que la propia sociedad israelí no lo está, como lo demuestra el movimiento de reservistas que se han negado a combatir en los territorios ocupados o las organizaciones civiles contra la ocupación o las demoliciones de casas. Unos y otras encarnan sin lugar a dudas la mejor tradición del judaísmo, la lección más universal de su sufrimiento.

Restablecer la realidad de lo que está pasando en Oriente Próximo, una realidad marcada por una despiadada ocupación militar que dura 35 años y que tiene en perspectiva no la seguridad de Israel como se repite una y otra vez, sino simple y llanamente la anexión, constituye un paso inexcusable para el logro de cualquier arreglo. Por eso resultan inaceptables las doloridas declaraciones de algunos prestigiosos portavoces del laborismo israelí, todavía hoy indignamente comprometido con el Gobierno de Sharon, que hablan de la necesidad de enviar a la zona fuerzas internacionales de paz, pero que en cambio no dicen una palabra sobre el fin de la ocupación o los asentamientos. En relación con éstos, lo máximo que aceptan es convertirlos en parte de un arreglo global, lo que en el fondo no significa otra cosa que transferir a los palestinos un problema que Israel ha creado con alevosía y que, por tanto, Israel debería haber llevado resuelto a cualquier mesa de negociación si de verdad aspiraba a un futuro distinto del de establecerse sobre un territorio despoblado a sangre y fuego.

Como bien saben quienes lo conocen, Sharon no le hace ascos ni a eso ni a nada, y de ahí que se haya permitido lanzar sus tanques contra poblaciones indefensas, ordenar ejecuciones sumarias, convocar a los varones a golpe de megáfono para ser marcados, utilizar escudos humanos en los registros casa por casa, impedir el paso a los servicios médicos, destruir infraestructuras civiles o expulsar a cualquier testigo imparcial de estas y otras atrocidades. Y no sólo eso, sino que además se haya arrogado el derecho a escoger él, Ariel Sharon, los interlocutores que deben hablar en

nombre del pueblo palestino. Según anunció con motivo de su penúltima visita a Washington, y ello sin que nadie se escandalizara ante la magnitud del atropello, los nombres los tiene ya en la cartera, y lo único que falta es deshacerse de Arafat, un dirigente que merecerá el crédito y la confianza que merezca, pero que fue elegido por los palestinos en las elecciones del 16 de enero de 1996. Mientras permaneció asediado en un búnker sin agua, luz ni comunicaciones, Sharon le acusó con este propósito de ser el responsable de los atentados suicidas y le exigió que redoblase sus esfuerzos contra el terrorismo. Al mismo tiempo, y según observó con asombro un diplomático buen conocedor del problema, ¡mantiene al líder de Hamás, el jeque Yasín, en un régimen de arresto domiciliario que no le impidió conceder entrevistas periodísticas con un Kaláshnikov sobre el regazo!

Esta flagrante contradicción de exigir esfuerzos contra el terrorismo a quien manifiestamente poco o nada puede contra él, condescendiendo, en cambio, con el líder de los suicidas, no responde a un despiste o a un comportamiento inocente por parte de Sharon. Su estrategia es tan manifiesta que sorprende la nula reacción por parte de la comunidad internacional: se trata, nada más y nada menos, que de echar la causa palestina -una causa que cuenta a su favor con la legalidad internacional- en brazos de un movimiento terrorista, de modo que pierda hasta el último aliento de legitimidad. De este modo, Israel lograría zafarse de la contradicción que lo atenaza desde el momento mismo de la ocupación en 1967, que consiste en que un Estado que debe su existencia a una decisión de las Naciones Unidas haya terminado por convertirse en el más correoso enemigo de sus resoluciones.

Desengáñense los observadores habitualmente próximos a las posiciones de Israel: lo que la brutalidad de la política de Ariel Sharon hacia los palestinos ha puesto en tela de juicio no es la validez de las razones que avalaron su creación en el Mandato británico sobre Palestina. Antes al contrario, lo que está en entredicho, y más en entredicho hoy que nunca, es la verdadera naturaleza de sus acciones, por ajustarse a un modelo al que sólo han sido capaces de recurrir el totalitarismo y las tiranías. Por supuesto que Ramala no es Auschwitz, y tienen razón los israelíes cuando se enfurecen por la desafortunada comparación de Saramago. Resulta incomprensible, sin embargo, que esos mismos israelíes no desautoricen con idéntica decisión a Bibi Netanyahu cuando, en su reciente gira norteamericana, declaró que las críticas de Europa a la brutal política de ocupación forman parte, en realidad, de la continuación del holocausto.

A la vista del comportamiento de los tanques y soldados israelíes con la población palestina, constituye un ejercicio fuera de lugar entretenerse en dirimir si ciertas comparaciones históricas son apropiadas o no. Lo relevante es enjuiciar comportamientos y, en concreto, aclarar si la política de Ariel Sharon es una acción de defensa por parte de un país agredido, y no la represalia indiscriminada de un país ocupante; si su represión de los palestinos es un episodio de la absurda 'guerra contra el terrorismo' en la que nos vemos embarcados, y no una de sus causas más ciertas; si la diaria ración de muerte que siembra en Cisjordania y Gaza busca en primer término evitarla entre los israelíes, y no consumar una expropiación territorial y el desistimiento de las víctimas. Si, como se apresuran a señalar una vez más algunos prestigiosos portavoces del laborismo, estas atrocidades son sentidas como una 'guerra legítima por parte de los israelíes', entonces ya se entiende por qué este conflicto conmueve de tal manera a nuestras sociedades. Ahora, en efecto, ya está claro: lo que estamos discutiendo no son unos sucesos luctuosos que tienen lugar en Tierra Santa, ni los pormenores de unos conflictos religiosos de otro tiempo; lo que estamos discutiendo es, en definitiva, la vieja aporía de qué posición debe adoptarse cuando un país elige democráticamente acabar con la democracia.

En la respuesta que demos le va, sin duda, el futuro a Israel, y eso lo sabe su Gobierno. Pero resulta que también le va a unas sociedades como las nuestras, cada vez más sobresaltadas por el ascenso electoral de personajes como Haider, Berlusconi o Le Pen. Y eso también lo deberían saber nuestros gobiernos.

José María Ridao es diplomático.

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