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Columna
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En estado de malestar

Andrés Ortega

Hay un malestar en el aire, un desasosiego general. Están ocurriendo demasiadas cosas feas a la vez y cunde la sensación de que no hay control sobre los acontecimientos. La economía anda rara. El mal sabor de boca que dejó la primera vuelta de las presidenciales francesas, a las que pasó Le Pen, no se disipó del todo cuando casi un 83% votó en su contra, antes que a favor de Chirac, en la segunda. Los italianos se sonríen. Y cuando estaba Europa digiriendo esto, llegó el asesinato en la tranquila Holanda de Pim Fortuyn, un político contrario a más inmigración y anti-islam, pero que al ser gay y tener un segundo João Varela, negro originario de Cabo Verde, representa una nueva derecha extrema más compleja que la de Le Pen. Las dos cuestiones más candentes son la violencia y la seguridad ciudadana y la inmigración, aunque el discurso sobre la inseguridad ciudadana, como el contrario a la inmigración, acaba generando mayor inseguridad en los ciudadanos.

Vivimos tiempos confusos en los que falta sentido de la dirección y liderazgo. Quizás el 11-S haya despertado muchos demonios, demasiados. Pero es lamentable que, aunque haya rectificado posteriormente, desde Schröder a Charlie McCreevy, ministro de Finanzas irlandés, se haya aprovechado el efecto Le Pen para intentar frenar la profundización de la integración europea. Cuando se debe ir en sentido contrario. Frente al rechazo o incluso miedo a la inmigración, especialmente islámica, llegan unas interesantes propuestas de la Comisión Europea para crear una gestión integrada de las fronteras exteriores de la UE. Pues la inmigración ilegal no va a poder parar -es un efecto de la globalización y de las crecientes desigualdades-, pero sí se puede frenar, so pena, de otro modo, de que se crezcan los demagogos. El control -que no el muro en contra- de la inmigración y la adaptación de los llegados a las sociedades receptoras y éstas a la nueva situación se está convirtiendo en el mayor reto para Europa en esta década.

Estamos en pleno proceso de cambio, en esa segunda modernidad de la que habla Ulrich Beck (La sociedad del riesgo global, Siglo XXI, 2002), cuyo reto, según el sociólogo alemán, es que la sociedad responda no sólo a cinco desafíos básicos (globalización, individualización, revolución de los géneros, subempleo y riesgos globales), sino que lo haga de forma simultánea. Es una sociedad que ha pasado, como dice Beck, 'de un mundo de enemigos a un mundo de peligros y riesgos, muchos de los cuales son globales', aunque algunos quieran hacer del islam el nuevo enemigo. La incertidumbre es endémica, y el 'lugar político de la sociedad del riesgo global no es la calle, sino la televisión'. Bin Laden lo entendió bien, y contribuye a alimentar el desasosiego que siga en paradero desconocido ocho meses después del 11-S.

También alimenta la zozobra Oriente Próximo, con la capacidad de contaminación global que tiene este conflicto que, de nuevo, se ha convertido en gozne de este mundo, enfrentamiento de sueño imposible y desesperación. Pese a su empeño en persistir en la vía de dureza, la política de fuerza de Sharon ha fracasado en lo que era su objetivo principal: la búsqueda de mayor seguridad para los israelíes. Y mientras, el hegemón, EE UU, no ejerce su poder con la responsabilidad debida. Sólo tardíamente ha comprendido que no se podía dejar Oriente Próximo a la deriva. Pero se aleja de la nueva estructura legal global que está naciendo -el último ejemplo ha sido la desfirma del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional- y contribuye a que la inestabilidad global crezca. Y, tras el 11-S, la deriva autoritaria que ya estaba en marcha refuerza la demanda de seguridad, en detrimento de la libertad, desde las calles y plazas de las ciudades hasta en la política exterior, fruto del malestar que provoca la inseguridad de lo que cada uno es, o el sentido de vulnerabilidad. No todo tiene por qué resultar negativo, sin embargo. El riesgo, nos recuerda Giddens, puede ser un principio estimulante.

aortega@elpais.es

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