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Columna
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La magnífica paradoja de Cannes

Ya casi se mueve la enorme, precisa, perfecta y, por lo que tiene de inabarcable, cruel maquinaria del Festival de Cannes, que, día a día y gota a gota, dará noticia a los cuatro rincones del planeta -más de diez mil periodistas de todo el mundo invaden cada primavera la pequeña capital de la Costa Azul- de los frutos de la cosecha de lo que los organizadores de la cita llaman cine puro y duro. Se refieren a un cine severo, formalmente estricto, ajeno a componendas de talonario y a espejismos de box office, ese tramposo listado de taquillazos cuyos primeros puestos siempre (salvo raras excepciones) están copados, por decreto del despotismo del mercado, por espectáculos y entretenimientos fugaces, que no tienen cabida en nigún recodo de los 12 días de cine y rosas de Cannes.

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Tras la irresistible capacidad de convocatoria -todo productor, todo actor, todo director desea, lo diga o no lo diga, ver proyectada su película en una pantalla de Cannes, pues esto es para él un bautismo o una sanción profesional- de este inmenso escaparate asoma una cínica y fértil paradoja. ¿Qué infalibles anzuelos usa para llenar sus galas con riadas de preciosas gentes de glamour un festival cuyos criterios selectivos son tan ascéticos, duros y rigurosos que echa sin miramientos a la calle, fuera del escaparate, al menor indicio de cine predigerido? ¿Cómo y dónde encajar que, mientras los restantes festivales mendigan, o compran a golpe de talonario, la presencia de alguna estrella, o estrellita, los amos de Cannes se permitan elegir a dedo a cuantas quieren ver bajo los focos de su pasarela y rechazan el ofrecimiento gratuito de autoexhibición de los más populares estrellones?

El misterio lo es a voces y obedece al mismo mecanismo por el que gente tan de oro macizo como Julia Roberts se enrolan gratis en el reparto de un humilde filme de Woody Allen. Se trata - en medio de la fabricación de una opulenta chatarra visual que les da tanto dinero como insatisfacción íntima y profesional- del infalible reclamo de la llamada de la inteligencia y de la creación de arte, de esa credibilidad ganada día a día y año tras año por quienes, como Woody, no venden su voz y, contra viento y marea, erre que erre, siguen haciendo el cine puro y duro que los ojeadores de Cannes buscan por el mundo, sin dejar que se les cuele el cine impuro y blando que llena la parte de arriba de las listas de taquillajes, que son dictadas por una oferta, como la de aquel inefable padrino, imposible de rechazar, salvaje y despótica. Que Cannes, y esto no es ajeno a la independencia que frente a Hollywood se ha ganado a pulso el cine francés, respondiese hace casi dos décadas con un corte de mangas al despotismo de un mercado manipulado equivale a ganarse de un solo golpe la admiración y la incondicionalidad de cualquier estrella que, bajo los verdes destellos de su glamour, esconda talento y amor a su oficio.

La competición, dentro de la enormidad de Cannes, es pequeña, pero sustanciosa y a veces sustancial. Compiten 22 películas -la mitad de las 44 que llenaron de morralla Venecia- y ninguna con pinta de escoba en futuros campeonatos de ventas de palomitas. Pero este escueto repaso al cine puro y duro, y ahí reside la sagaz paradoja de Cannes, será escoltado por un ejército de célebres rostros, que son impagables carnazas para las televisiones del mundo, que romperán así el silencio que de otra manera rodearía a la promesa inaugural de Woody Allen, que sigue siendo un genial cineasta minoritario, y a las de los británicos Michael Winterbottom, Ken Loach y Mike Leigh, y a la (pero éste es el peaje de una inevitable barrida patriotera hacia dentro) de cuatro franceses. Y del paso fuera de concurso de Víctor Erice y Juan Carlos Fresnadillo. Y del canadiense Atom Egoyam, el iraní Abbas Kiarostami y el portugués Manoel de Oliveira, junto al pacífico enfrentamiento entre el palestino Elia Suleiman y el israelí Amos Gitai y al retorno del francotirador neoyorquino Barbet Schroeder. Y a Steven Spielberg como productor de otro filme de animación, y a sus compatriotas Paul-Thomas Anderson y Michael Moore, y a más gente libre embarcada contra la corriente en el empeño de crear mutaciones en la elocuencia del lenguaje del cine, para que éste siga siendo algo más que la diversión de usar y tirar a que quieren reducirlo quienes viven a su costa sin darle nada a cambio.

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