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Columna
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'Nouvelle cuisine'

Vicente Molina Foix

El auge de los talleres literarios es un fenómeno de la democracia y la gastronomía. Al contrario que los pintores, los arquitectos o los cineastas, el escritor en ciernes no tenía escuela, escalafón profesional o facultad donde aprender su oficio. Ahora ya nadie puede quejarse de esa carencia, pues muchas universidades, sobre todo anglosajonas, incluyen en sus programas lectivos la materia de la escritura creativa, y en todos los países hay cursos y seminarios extraacadémicos donde personas capacitadas enseñan a escribir al que no sabe. Este acto de misericordia humaniza lo que antes era un caprichoso don de los dioses, aunque -al ampliar tanto el número y sentar a los aspirantes en un aula como las demás- le quita al escritor la 'diferencia' que le hacía un ser recóndito y envidiado. Mucho más envidiado que un cineasta o una escultora. Éstos, probablemente ganan más dinero, pero también sudan más y se mojan en un baño de multitudes o de barro que el escritor -alado, aislado, inmaculado- evitaba.

Con la democratización de la escritura se ha tenido que mostrar también a la plebe la cocina que hay detrás de todo gran poeta o novelista. El numen, la musa, sí, sí. La mayonesa de la literatura no sólo se liga a base de prontos de inspiración. Nadie sabe, bueno, nadie sabía hasta hace poco lo que hay que currarse una metáfora, y hacerlo de un modo, además, en que no se aprecien sobre la página impresa los manchurrones del condimento. ¿Se come hoy mejor que antaño? Se come más, desde luego, y la proteína base ha llegado a bocas remotas, famélicas, que ahora mastican, qué digo mastican, degluten la palabra creadora por un tubo (degluten; una buena rima con 'dabuten'). El escritor, consciente de esta popularidad culinaria, se ha puesto públicamente el gorro blanco y deja entrar al curioso en sus fogones. Por ejemplo, el novelista norteamericano Elmore Leonard, tan venerado por muchos, no sólo en nuestro país, publicó hace meses su decálogo para escribir bien ficción. Yo, que no soy un glotón de sus libros, lo leí con gusto, aunque reconozco que me dejó muy culpabilizado su sexto mandamiento: 'Nunca utilices la palabra 'de repente' (suddenly)'. Temo haber pecado mucho -también- contra 'ese' sexto. Su primero, sin embargo, me gustó: 'Nunca empieces un libro con el tiempo que hace'. Los alimentos naturales se estropean con un exceso de rayos de sol. Respecto al décimo, no caben dudas: 'Intenta eliminar las partes que el lector suele saltarse'. Habría que ser un dios, más que un chef, para dominar ese crucial secreto culinario. Ni siquiera Elmore Leonard lo posee.

La revista El Ciervo lleva meses publicando en sus buenas páginas literarias una sección de cocina que no tiene desperdicio. Cocina de los libros, entiéndanme. Muchos escritores han pasado por esas páginas revelando con admirable impudor sus guarniciones, su batería eléctrica o manual, sus puntos de cocción. O sus manías, que tanto cuentan a la hora de ponerse a preparar un plato imaginario. En el número de abril se les pregunta a cinco novelistas cómo se ponen a escribir sus libros, y eso sí que me parece una experiencia religiosa digna de compartir 'urbi et orbi'. Yo tengo mi cubertería propia y rarezas chocantes, pero no las voy a decir aquí, pues no he sido preguntado. Me interesaron las respuestas de Manuel de Lope, quien, como yo, necesita escribir con música, aunque desgraciadamente no da títulos, autores, ni siquiera emisoras, lo cual constituye una ocultación propia de un escritor gourmet. Sentí cierta alarma ante su afirmación de que 'una casa que es buena para un gato suele ser buena para un escritor'. Yo odio a los gatos, y ni siquiera puedo permitirme tener perro, la pareja perfecta para un solitario, escriba o no. Me gustó mucho otra cosa que dice Manuel de Lope: 'La escritura comparte con ciertos deportes, como la lucha libre o la halterofilia, unas características ambiguas entre el juego y el drama, entre el exhibicionismo y el ensimismamiento'. Nada resume mejor que esas palabras el arriesgado arte de preparar en casa un plato que produzca placer al propio cocinero mientras se cocina y meses o años más tarde también deleite el paladar de seres desconocidos, exigentes o estragados, hasta el punto de que se lo acaben todo y quieran repetir.

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