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La singularidad de Auschwitz

Raspa usted la estrella de David que luce Ariel Sharon y aparece una cruz gamada. La crítica a la política del Estado de Israel está tan emocionalmente cargada que se confunde israelí con israelita, política gubernamental con historia del pueblo judío. Editoriales, intelectuales o dibujantes porfían en una escalada expresiva que cristaliza en juicios tales como que los judíos no han aprendido nada, que las antiguas víctimas se han convertido en nuevos verdugos o, más plásticamente, que Ramala es Auschwitz.

Los 1.300 periodistas, acreditados en Israel, que siguen de cerca el conflicto palestino-israelí, nos informan puntualmente de lo que pasa en Ramala, pero ¿sabemos qué es Auschwitz? Desde el exterminio de los etruscos, en la antigüedad, la historia sabe de genocidios, pero sólo fue a raíz del exterminio judío perpetrado por los nazis que el mundo sintió la necesidad de inventar la figura jurídica de 'crimen contra la humanidad'. Había una clara conciencia de que el mal había alcanzado un grado hasta entonces desconocido, por eso se habla de la singularidad de Auschwitz. El que la lista de genocidios no haya cesado de crecer dice mucho a favor de la capacidad inagotable del ser humano en hacer daño, sin que esa reproducción del horror disuelva la percepción inicial de que Auschwitz es un caso singular.

El Tribunal de Nürenberg dijo mucho, en efecto, cuando condenó a los dirigentes nazis por crímenes contra la humanidad, pero con eso no se agota la significación de Auschwitz porque allí, además de un crimen contra la integridad de la especie humana, hubo otros momentos de inhumanidad que en modo alguno están recogidos en la susodicha figura jurídica. Las víctimas de los campos hablan, por ejemplo, del abandono; abandonados por los vecinos, los amigos, las iglesias, los intelectuales o las cancillerías del mundo, como dice Jean Améry; por Platón y la cultura occidental que habían hablado de las ideas como ideales de humanidad, según confiesa Borowski, un judío católico polaco, o por su propio Dios, como testifica Wiesel o el autor de Iosl Rakover habla a Dios. Auschwitz es mucho más que un crimen contra la humanidad. Incluso en el caso, harto discutible, de que Ramala lo fuera, Ramala no sería Auschwitz.

La singularidad de Auschwitz afecta a tres niveles que apresuradamente podríamos llamar el moral, el histórico y el político. En sentido moral, Auschwitz es un crimen extremo no sólo porque atenta contra la integridad de la especie humana, sino también porque obliga a revisar la fundamentación moderna de la moralidad, basada en la dignidad y el respeto de sí. En el campo no sólo se quiere matar, sino sobretodo expulsar al judío de la condición humana. El deportado tiene que interiorizar que no es un ser humano, para ello se le somete a unas condiciones de vida que acarrean la pérdida de dignidad, reconocida sin paliativos por los testigos (los verdugos, por el contrario, jamás se confesarán indignos), lo que nos obliga a nosotros, los nacidos después de Auschwitz, a buscar un fundamento de la moral que parta no del satisfecho concepto de dignidad, sino de la inhumanidad de la víctima. El nuevo punto de partida de la moral debe ser la respuesta a la pregunta que le sirve a Primo Levi para titular su libro testimonial: Si esto es un hombre, si este ser degradado, indigno y casi inhumano es un hombre. Ser hombre como respuesta a la inhumanidad del hombre.

Que, desde el punto de vista histórico, Auschwitz sea un acontecimiento singular es algo que afirman la mayoría de los historiadores. Los argumentos son de este tenor: el genocidio judío no es un medio, sino un fin, es decir, no se les mataba por razón alguna, ya fuera política, científica o económica, sino por haber nacido judíos. Ningún provecho pues material o intelectual, sólo la demostración de que el nazi podía decidir sobre su vida y su muerte. También que, por primera vez, un Estado decide eliminar a un grupo humano poniendo a su disposición todos los medios técnicos de que se dispone; se crean fábricas, pero no para producir bienes o servicios, sino muerte. El historiador Raul Hilberg señala, por su lado, cómo la barbarie eleva a un punto de enervación inédito un proceso antisemita, iniciado por los misioneros cristianos en el siglo IV, cuando decían a los judíos no podéis vivir entre nosotros como judíos; proceso que en los siglos siguientes se intensifica bajo el motivo no podéis vivir con nosotros, y que los nazis consuman con un ya no podéis vivir. Pero es quizá Vidal Naquet quien aporta el argumento más eficaz al señalar que 'lo esencial es la negación del crimen dentro del crimen'. La fábrica del crimen está tan bien pensada que no debe quedar rastro: los cuerpos son reducidos a cenizas y las cenizas aventadas; ningún testigo puede sobrevivir, por eso las Brigadas Especiales, encargadas de conducir las víctimas a las cámaras de gas y luego de retirar y hacer desaparecer los cadáveres, deben morir cada tres meses. Se planifica el crimen para que no haya memoria del mismo y se le hace tan colosal que nadie, en el caso de que escape, pueda ser creído por mucho que lo cuente. Por fidelidad histórica y por respeto a las víctimas habría que pensar en esas singularidades cuando aplicamos el predicado de Auschwitz a otros momentos de violencia.

El tercer nivel se refiere a la utilización pública de la memoria de Auschwitz: ¿la barbarie nazi, un accidente histórico o la realización de una posibilidad latente de la modernidad?, ¿se puede pensar, leer a los clásicos del pensamiento occidental, como si nada hubiera pasado?, ¿cómo hacer poesía una vez que hemos descubierto el rostro terrorífico de la Gorgona? La utilización pública de Auschwitz plantea de lleno la importancia de la memoria de las víctimas en la educación, por supuesto, pero también en la definición de las identidas colectivas, sin olvidar su impacto en el vasto mundo de las construcciones teóricas, llámense justicia, derecho, verdad o ética. Un caso ilustrativo de cómo Auschwitz afecta la conciencia política es la polémica que en los años ochenta tuvo lugar en Alemania (también en Italia) a propósito de la pregunta qué significa ser alemán o italiano. Me refiero al conflicto conocido como El debate de los historiadores, que no fue tanto una querella de expertos cuanto de la opinión pública. Hubo dos bandos. Por un lado quienes, como Habermas o Grass, entendían que Auschwitz era un acontecimiento de tal caladura que había un antes y un después, de suerte que un alemán, por ejemplo, no podía sentirse orgulloso de ser alemán, esto es, no podía moralmente apropiarse o identificarse con su historia. Sólo le cabía el orgullo nacional o patriotismo derivado de una constitución que asumía la responsabilidad de ese momento histórico. En el otro bando estaban quienes, como el historiador conservador Ernst Nolte, lo bagatelizaban, diciendo que tropezones como ése los ha tenido cualquier pueblo que se precie, como los españoles en la Conquista, lo que no les ha impedido sentirse orgullosos de su historia. El centro del debate sobre el patriotismo constitucional era la memoria de Auschwitz que pesaba como una losa a la hora de definir algo tan alejado, a primera vista, de un campo de exterminio, como la identidad nacional actual. Si comparamos el trasfondo moral de este debate político con la chapuza del debate hispano sobre el patriotismo constitucional, nos daremos cuenta de dónde nos encontramos. Y que no se diga que Auschwitz es un asunto de judíos y alemanes o italianos, porque entonces sí que no hemos entendido nada.

¿Entonces? ¿Es tan singular Auschwitz que no se le puede comparar, ni asociar, ni relacionar con ninguna otra catástrofe? Hay que huir de dos tentaciones: la de establecer un ranking de víctimas y la de confundir singularidad con intocabilidad. Sería macabro ponerse a comparar o hacer competir a las víctimas en el horror. Una cosa es afirmar una graduación del mal, distinguiendo el daño que unos y otros actos acarrean, algo que la filosofía, desde Sócrates hasta hoy, no ha cesado de hacer, y otra cosa es no reconocer que cada víctima tiene un valor absoluto, que la injusticia que se ha cometido con ella, grande o pequeña, clama al cielo y exige que se le haga justicia.

También hay que evitar el peligro aislacionista. Auschwitz tiene un valor ejemplar en el sentido de que el mal alcanza ahí un punto de desmesura, pero que ese mal no ha cesado de actuar. Cuando Marek Edelmann, líder de la insurrección del gueto de Varsovia, condenaba la ofensiva serbia contra Bosnia porque su triunfo significaría 'una victoria póstuma de Hitler', estaba marcando un camino. No decía que Sarajevo fuera Auschwitz, sino que la lógica que llevó a los campos nazis de exterminio operaba luego en los campos de estupro étnico, en Bosnia. El reconocimiento de la singularidad de Auschwitz no puede llevar a la indiferencia o permisividad respecto a cualquier forma de violencia, sea israelí o palestina, de policías o de ladrones. Muchas de las desafortunadas expresiones críticas antiisraelíes de estos días tienen que ver con una buena intención, sin duda. Convendría, consecuentemente, profundizar en esa bondad intencional y no quedarse a mitad de camino. Me refiero a lo siguiente. Quienes sientan la necesidad de relacionar Ramala con Auschwitz o la violencia del Gobierno de Sharon con el exterminio judío deberían pensar que el conflicto que hoy se da en Palestina es un producto genuinamente europeo. El pueblo judío, durante siglos, ni pensó en un Estado propio. Querían vivir pacíficamente en medio de los demás pueblos, pero los otros pueblos, empezando por España y Portugal, ya se encargaron de decirles que no les querían, por eso les persiguieron y expulsaron. Auschwitz fue la estación final de ese largo recorrido. Occidente ha hecho de la sangre y de la tierra la sustancia de la política, por eso veían en el pueblo diferente un enemigo. Ni siquiera el sionismo nace pensando en Palestina, sino como defensa del antisemitismo europeo. El Estado de Israel es, como bien recordaba Amos Oz, la solución extrema al derecho de un pueblo a vivir. Si se quiere relacionar Auschwitz con el presente, deberíamos entonces comenzar por reconocer la propia responsabilidad en el origen del problema, que no se sustancia sólo con viajes para poner orden, sino respondiendo a las severas preguntas que plantea Auschwitz. Sólo entonces tendrán credibilidad las críticas a los desmanes de Sharon.

Reyes Mate es profesor de investigación. en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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