Apolíticos
Recuerdo el gesto escéptico de mi padre después de silabear cómicamente la palabra 'apolítico'. Tenía doce años y estábamos con la familia en San Sebastián. Era una conversación de mayores; imitaban a otra persona cuyas afirmaciones les parecían poco sinceras: 'En casa todos somos a-po-lí-ti-cos... nunca nos ha gustado meternos en po-lí-ti-ca'. Entonces no entendí lo que decían. Los periódicos de Burdeos traían siempre noticias políticas en las primeras páginas y fotos de políticos que sonreían, aunque cuando les escuchaba por la radio parecían enfadados.
A mí la política me parecía muy aburrida, pero a mi padre le interesaba más, sobre todo cuando se reunía con sus amigos españoles. Entonces siempre hablaban sobre la situación política española, salvo con aquellos familiares para quienes en España no había ni política ni políticos. Entonces, ¿por qué mis padres se ponían tan serios al llegar al puente de Irún, en cuanto divisaban a los guardias de tricornio y gorra de plato? Esos que nos preguntaban si teníamos algo que declarar (y nosotros siempre, que no). Aquellos guardias debían de estar allí para impedir que alguien trajese de Francia la política, escondida debajo del asiento.
Franco aconsejó: 'Joven, haga como yo, no se meta nunca en política'
Los siguientes años me cambiaron mucho porque llegué a creer que la política no tenía nada de aburrida. Se hacía en el monte y en la selva, con un fusil y una guitarra. Y es que descubrí que política era también -y sobre todo- luchar contra las dictaduras. Ahora sí que entendía lo que significaba ser apolítico.
Hace unos días, sentí un escalofrío al leer las declaraciones a la prensa del nonato ararteko. Al parecer, el no haber militado nunca en un partido político es el mérito que mejor mostraba su aptitud como Defensor del Pueblo vasco y del que este hombre sexagenario se siente más orgulloso. Me lo puedo imaginar en la conversación de aquel verano donostiarra diciéndole a mi padre: 'Nosotros somos a-po-lí-ti-cos'. Sólo le hubiera faltado concluir la entrevista con el consejo que se atribuye a Franco: 'Joven, haga como yo, no se meta nunca en política'.
La diferencia está en que el dictador miraba la política desde arriba. Podía confiarla a sus seguidores sin que le salpicara la sangre de sus disputas en la arena. Luego, su imperial dedo pulgar caería sobre el perdedor.
Estos ciudadanos que se enorgullecen de ser apolíticos no están por encima ni al margen de los conflictos políticos. Más bien conviven a gusto con uno de los bandos políticos, que, no por casualidad, suele ser el que disfruta del poder.
Es curioso que, preguntado por lo que pensaba hacer en su nuevo puesto, este aspirante a Defensor hablase de todo, menos de lo que sería su única responsabilidad: defender a los ciudadanos de los abusos de las administraciones vascas. De esto ni una palabra. Decía que había que dialogar (con los terroristas), que había que saber ceder (ante los terroristas) y que había que protestar de los malos tratos (a los terroristas). En los días siguientes se ha visto su escaso convencimiento sobre la eficacia de los diálogos hasta el amanecer; quizás porque quienes le pedían que cediese ante la realpolitik vasca no eran terroristas. Se trataba, tan sólo, de parlamentarios socialistas dispuestos a recibir de los nacionalistas las migajas del reparto del botín institucional.
Me he alegrado de que este candidato nombrado ararteko dimitiera antes de tomar posesión del cargo. No creo que nuestros derechos cívicos frente a la Administración vayan a ser bien defendidos por este perfil de ciudadanos desinteresados por la política, votantes fieles del partido que sustenta al gobierno. La historia de los mejores ombudsmen, también en el País Vasco, ha venido escrita por personas cuyo presente y cuyo futuro profesional, de forma notoria, no dependían de intereses partidarios, lo que les ha permitido ejercer su magistratura de persuasión desde una perspectiva de necesaria tensión con el poder político gobernante. Un punto imposible de obtener en el País Vasco por quien confunda la autonomía personal con la falta de visualización del poder nacionalista.
Inexorablemente van desgranándose las consecuencias del 13 de mayo pasado. Nunca tan pocos 25.000 votos consiguieron tanto. Y lo que veremos todavía. Pues no siempre las dictaduras llegan al poder por un golpe de estado. Algunas dictablandas consiguen revalidarse mediante el voto popular. Pero todas se nutren de los apolíticos, a quienes sólo una sutil frontera separa de los colabos (aquellos que empiezan negándose a ver los abusos del poder y terminan denunciando a sus vecinos por desafectos).
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