Vigoroso drama moral
Hace unos años, en una de sus películas más impactantes, Sombras en una batalla, Mario Camus se acercó al drama del terrorismo etarra y sus trágicos daños morales y personales. Lo hizo desde una historia un tanto elíptica, que transcurría, para entendernos, en retaguardia, en la que se hablaba de manipulaciones, ocultamientos y heridas abiertas. Muchas de aquellas preocupaciones renacen en La playa de los galgos: el mismo interés por hablar de la trastienda etarra, por situar la acción en, digamos, terreno exterior -allí, Portugal; aquí, Dinamarca-; por hablar de terroristas en barbecho; por explicar de qué forma la violencia modifica, y con qué intensidad, la vida de la gente normal.
LA PLAYA DE LOS GALGOS
Director: Mario Camus. Intérpretes: Carmelo Gómez, Claudia Gerini, Miguel Ángel Solá, Ingrid Rubio, Gustavo Salmerón. Género: drama, España-Italia, 2001. Duración: 132 minutos.
En La playa de los galgos lo hace a partir de un personaje inocente, el panadero Martín, a quien Carmelo Gómez presta sus rasgos y dota de un magnético, muy creíble aura de hombre normal. Convertido, por razones que a él -pero no al espectador- se le escapan, en centro de una intriga de venganzas y ocultamientos, nuestro héroe se verá zarandeado hasta lo indecible: objeto, más que sujeto, Martín se ahondará por caminos trazados por otros, que la cámara de Camus muestra con un distanciamiento engañoso. Porque hay aquí mucha más solidaridad con el personaje de la que parece a simple vista, más indignación moral de la que la neutralidad aparente de la lente, magistralmente enfocada por el operador Jaume Peracaula, parece transmitir.
En este sentido, Camus no se limita a mostrar las peripecias de sus personajes, sino que en la operación de construir el encuadre, de otorgar énfasis a unas acciones sobre otras, o incluso en la manera en que compone algunas de las secuencias del filme, hay más mensaje que en cualquier hueca declaración oral de principios. Véase, a título de ejemplo, la secuencia que abre el filme, la atroz ejecución a sangre fría del rehén a quien un pistolero etarra (es imposible no pensar en el ingeniero Ryan, aquel técnico de la central de Lemóniz asesinado por la banda en plena ofensiva contra la nuclear) descerraja un tiro en la nuca, y que resulta, rodada y montada como aparece en la pantalla, casi imposible de soportar.
Camus no hurta, pues, el cuerpo. Predica con la cámara, se desentiende de algún personaje -de la pareja de terroristas que interpretan Salmerón e Ingrid Rubio, por ejemplo- y pone el acento en otros. No siempre con igual fortuna, y eso hay que reconocerlo: en una película vigorosamente recorrida por un aliento moral incuestionable, de cuando en cuando se deslizan errores impropios de un maestro -y Camus, cuando acierta, lo es plenamente-. Errores, sobre todo, de escritura: a santo de qué perder tiempo con una historia, la del enamoramiento del médico argentino (impresionante Miguel Ángel Solá) de la misteriosa Berta (la italiana Gerini, un hallazgo), que nada aporta al desarrollo argumental; o la previsibilidad del principal acontecimiento que la acción prepara, la venganza que se ejecuta en Dinamarca.
Pero más allá de estas debilidades, La playa de los galgos se eleva hasta alcanzar cotas de maestría nada desdeñables. Una construcción rigurosa de los personajes, una densidad y un tempo narrativo reposado que rezuma verdad dan al filme un empaque de solidez que lo sitúan entre las obras más complejas, ambiciosas y logradas de la cinematografía del director cántabro.
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