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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sombras de Beirut

Nuevamente el mundo árabe ha desaprovechado una oportunidad de oro, si no de hacer avanzar la paz en Oriente Próximo -que a eso no estaba dispuesto el Gobierno israelí- sí de mostrar al mundo una semblanza de unidad, mesura y confianza en el cumplimiento de las medidas propugnadas. Ciertamente, los 22 miembros de la Liga Árabe cerraron ayer en Beirut su cumbre de dos días aprobando el planteamiento más impecable hasta la fecha para encarrilar la negociación en el conflicto palestino-israelí. Una propuesta equilibrada que supone un vuelco histórico en la tradicional negativa al reconocimiento del Estado de Israel. Pero ello sucedió en medio de un pandemónium de desunión, incompetencia y desconocimiento de cómo hay que comportarse para que el mundo democrático pueda tomarse en serio sus palabras. El mensaje más perfecto no obtiene credibilidad si quien lo escribe demuestra carecer completamente de ella.

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La cumbre debatía la oferta del príncipe Abdallah de Arabia Saudí, quien la expuso en persona. En esencia, la idea aprobada por unanimidad, consiste en proponer una retirada completa israelí de los territorios ocupados en la guerra de 1967, sin exclusiones a priori de ninguna clase y por lo tanto incluye la tierra de Cisjordania y Jerusalén-Este, donde hoy acampan 400.000 colonos sionistas, el Golán sirio y la franja de Gaza, a cambio del establecimiento de relaciones diplomáticas plenas de todo el mundo árabe con el Estado de Israel; es decir, la legitimación, por fin, de la entidad política sionista en el seno del mundo árabe oriental. Por añadidura, la declaración subrayaba la necesidad de dar 'una justa solución al problema de los casi cuatro millones de refugiados palestinos, de acuerdo con la resolución 194 de la ONU', que proclama el derecho de los mismos a regresar a sus hogares, en lo que hoy es mayoritariamente territorio judío, y de donde fueron expulsados por Israel en la guerra de 1948, o, en su defecto, a ser indemnizados.

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La respuesta israelí ha sido tan pronta como pasada de revoluciones: negativa absoluta, aduciendo que el regreso de esos exiliados pondría fin por inundación demográfica al carácter judío del Estado de Israel. Pero, al contrario, la oferta saudí deja deliberadamente en el aire cuál pueda ser esa solución justa, sin aventurar cuántos hubieran de ser realojados allí donde moraban. Por esa razón es una oferta y no un plan con toda suerte de provisiones, las que se habrían discutido en su momento. La razón de fondo de la lamentable actitud israelí es su oposición a retirarse totalmente de Cisjordania y de la parte árabe de Jerusalén, porque ello implicaría el desmantelamiento total o parcial de las más de 200 colonias implantadas en los territorios en vulneración de las normas relevantes del derecho internacional. Y no sólo Israel no quiere retirarse, sino que no deja pasar día sin apilar ocupantes en la tierra conquistada en 1967.

Hasta aquí la teoría. La práctica se ha encarnado en una reunión lamentable, a la que Sharon no ha dejado acudir al presidente palestino Arafat, con lo que ya indicaba lo mucho que quería oír ofertas de paz. Episodio al que hay que sumar las ausencias del presidente egipcio y del rey jordano, ostensiblemente como solidaridad por el cautiverio en Ramallah del rais palestino, pero mucho más probablemente porque no querían solemnizar un iniciativa ajena que, además, sabían condenada al fracaso. Añádase el penoso forcejeo para que Arafat no se dirigiera por video a la cumbre, argumentando absurdamente los anfitriones libaneses que se saltaba el orden previsto de intervenciones, cuando, de nuevo, es la larga mano siria la que explica el desaire para que se sepa quién manda. Y, como remate, las bárbaras declaraciones del propio presidente sirio, Bachar Assad, proclamando objetivo militar para la milicia y los terroristas palestinos cualquier ciudadano israelí en los territorios ocupados, así como de su vasallo, el jefe del Estado libanés, Emil Lahoud, con estruendosas arengas a la muerte.

La cumbre tuvo tiempo, pese a todo, para sellar una suerte de reconciliación -¿será la última?- entre Irak y Kuwait, a puerta cerrada, e Irak y Arabia Saudí, con taquígrafos, al tiempo que se proclamaba la 'oposición total' de los firmantes a cualquier ataque contra Bagdad, a cuya inevitabilidad lleva ya algún tiempo tratando de acostumbrarnos Washington. A cambio de ello, y ésta es al menos la segunda vez que lo hace, el régimen de Sadam Hussein prometía respetar la integridad del emirato, cuya invasión provocó la calamitosa derrota de Irak a manos de una fuerza dirigida por Estados Unidos en 1991.

Como colofón, el terrorismo palestino quiso también mostrar la alta opinión que le merecía la cumbre con el asesinato de más de 20 personas, volando un restaurante de la ciudad israelí de Netania. Por ello, Ramallah, entre otras ciudades palestinas, trataba anoche de ocultarse bajo tierra, a la espera de la nueva devastación que disponga el ex general Sharon.

La monstruosidad palestina y el impresentable espectáculo de Beirut constituyen el triste contrapunto a una cumbre que debería haber sido un encuentro para la moderación y la generosidad, que mostraran como el árabe quiere justicia y no revancha. Con enemigos así, Israel no necesita de ningún amigo, y a la Autoridad Palestina le sobran los que nominalmente tiene. Porque la distancia entre el deseo del impoluto papel y la caótica realidad de quienes lo suscriben aparece como casi infinita.

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