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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Iglesia y pedofilia

El País

El abuso sexual de menores cometido por una minoría, aunque se cuente por decenas, de sacerdotes en Estados Unidos está costando a la Iglesia católica no sólo millones de dólares como resarcimientos, sino también una fuerte quiebra de su credibilidad entre sus fieles y la opinión pública. El Papa se ha referido a este grave problema en términos burocráticos, en una carta dirigida a los sacerdotes de todo el mundo, señalando que la Iglesia prevé las penas de suspensión e incluso la expulsión para los clérigos pederastas. Es, en cualquier caso, muy positivo que la Iglesia se enfrente con este mal que ha sido detectado en la comunidad católica más rica del mundo.

Se trata de un mal profundo y lejano. Coyne, el portavoz del actual cardenal de Boston, Bernard Law, lo ha confesado con sorprendente claridad al afirmar que los casos de pederastia de los sacerdotes católicos eran tratados como un pecado en vez de como una enfermedad incurable o como un delito. Afortunadamente, una mayor conciencia social ha obligado a la jerarquía de la Iglesia a denunciar ante los tribunales a los culpables para que los abusos sexuales contra menores sean perseguidos penalmente. El que hoy haya ya dos sacerdotes católicos condenados a cadena perpetua en EE UU es algo que hubiese sido impensable hace bien pocos años.

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Sería, sin duda, inexacto establecer una relación directa entre los abusos sexuales cometidos por sacerdotes contra menores -que son también cada día mayores en la sociedad civil- y la obligación del celibato. Pero está aún pendiente en el seno de la Iglesia católica un debate sincero y público, que tantos fieles desean, sobre las relaciones entre la vida sexual y la consagración al sacerdocio.

En cuanto a la pederastia, existe una responsabilidad mayor en quienes se sirven de la impunidad que ofrecen los hábitos para ocultar delitos que en el mundo civil son más fáciles de perseguir. El camino adecuado ante estos comportamientos es el que ha emprendido la jerarquía católica al entregar a la justicia los nombres de los presuntos delincuentes. Es de esperar que la Iglesia termine tratando el problema como una terrible realidad a corregir de raíz y que su actitud no sea una momentánea salida del mal paso, tal como podría deducirse de las dudas, reticencias y silencios que han rodeado este escándalo.

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