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Crónica:74ª EDICIÓN DE LOS OSCAR
Crónica
Texto informativo con interpretación

La pesadilla de un diabético

Esta crónica tiene mucho mérito, lo crean o no. Ha sido escrita por una superviviente que, en la mañana del lunes, emergió como pudo del alud de azúcar que le cayó encima durante la ceremonia. No había visto tanto dulce alrededor desde que estuve dentro de un pastel, el día en que cumplió años Al Capone.

Desde que la cadena ABC se quedó con la exclusiva de los Oscar, se vio venir que la fiesta del cine acabaría convertida en una especie de interminable sit-com grabada en un centro comercial, para deleite de la familia-tipo globalizada. Y así ha sido. Que el fucking Kodak Theatre tenga aspecto de teatro de variedades -con escenario decorado para la ocasión siguiendo el modelo concha de su madre- no nos hará olvidar que el producto final ha resultado tan entrañable como un capítulo de teleserie de Bill Cosby. Con las risas y las lágrimas, lo único no enlatado, a cargo del respetable.

Más lágrimas que risas, desde luego. Era de cajón. Si la consigna básica fue no exhibir la patita patriótica ni refocilarse en el dolor del 11-S -que hubieran podido: anda que ellos se cortan- se debió a que alguien ideó una propuesta más sutil y diabólica. Porque cientos de millones de ojos del mundo entero les contemplábamos. Tenían que convencernos de que son bondadosos.

Y aquello fue el regreso de la señora Miniver -que los lectores más jóvenes consulten una enciclopedia del cine; empieza a estar una harta de explicar lo obvio- pasando por La cabaña del tío Tom y los tebeos Claro de luna. Estuvo muy bien premiar a Sidney Poitier: lástima que todos se olvidaran de nombrar a otro actor negro, Harry Belafonte, verdadero activista de los derechos civiles e incluso humanos, borrado de la faz del cine. Fue genial reconocerle su mérito a Halle Berry: pero cuando le dio las gracias a la India por haberle proporcionado la paz desconecté, ya que temí que también le agradeciera a Pakistán haber acogido a las bases. Y resultó grandioso que premiaran a Denzel Washington, pero ahí también como que me saturé de mieles. El tío estaba deseando volver corriendo a casa para rezar en familia. Ya puestos, yo hubiera preferido que premiaran a Will Smith por hacer de Mohamed Ali, el único musulmán que en Estados Unidos no es sospechoso de manipular explosivos, porque padece Parkinson.

En la platea, una imagen subversiva, la del estupendo Ian McKellen cogido de la mano de su no menos espléndido novio, me pareció sacada del último rollo de Mujercitas. Hasta tal punto es capaz de corromper el ambiente.

La pobre Whoopi Goldberg no pudo hacer nada, no se lo permitieron, para impedir que la ceremonia y sus telespectadores nos estrelláramos contra los ñoños arrecifes de la megabondad y el superguay. Hasta yo, que tengo el corazón más insensible que un auditor de Arthur Andersen, eché unas lagrimillas cuando vi que habían conseguido ¡por fin! a Woody Allen y lo desperdiciaban en un cortísimo monólogo.

Porque la ceremonia iba a toda leche, eso hay que reconocerlo. Mas leche merengada: era el azúcar lo que pesaba, lo que la ralentizó fatalmente. Resultado: una masa ligera, pero agobiante.

Llegó un punto en que la noche se puso muy peligrosa. Fue más o menos cuando todos los negros lloraron porque los blancos habían sido, por fin, buenos con ellos, y los blancos también se echaron a llorar, al pensar en lo buenos que son y, sobre todo, en lo buenos que les parecen a los negros. Cielos, era la pesadilla de un diabético.

Pronto, me dije, piensa en alguna maldad relacionada con Hollywood o tu amor por su cine fenecerá. Y entonces, salvadora, vino a mí la imagen de Laura Elena-Harring, la actriz de Mulholland Drive, pisando horas antes la alfombra roja con unos zapatos de brillantes valorados en un millón de dólares. He ahí el verdadero Hollywood, el que nunca muere: capaz de calzarse algo por lo que se han librado unas cuantas guerras en Sierra Leona.

Y todo volvió a su lugar.

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