Por todos los diablos
En un panorama literario marcado por la creciente circulación de autores latinoamericanos, la recuperación, hace ya cuatro años, del Premio Biblioteca Breve, pudo ser tomado como una iniciativa oportuna. Al fin y al cabo, el historial de este premio aparece ligado, al menos en sus orígenes, al del boom, fenómeno que contribuyó a promover cuando destacó, en su primera convocatoria, La ciudad y los perros, de un por entonces desconocido Mario Vargas Llosa. Pese a la rebaja del nivel alcanzado, En busca de Klingsor, de Jorge Volpi, la novela con la que Biblioteca Breve reabrió su nueva etapa, alentaba -dada la ambición, y dada luego la buena fortuna internacional que obtuvo la novela- una razonable expectativa. Pero ésta fue muy pronto defraudada con la distinción, el año siguiente, de Los impacientes, del argentino Gonzalo Garcés. Y ahora, con Satanás, del colombiano Mario Mendoza (Bogotá, 1964), queda sencillamente machacada.
SATANÁS
Mario Mendoza Seix Barral. Barcelona, 2002 288 páginas. 16 euros
Si en el terreno literario la confusión no fuera superior todavía a la que impera en el cinematográfico (donde una película de Jesús Franco no concurre al festival de San Sebastián), cabría hablar aquí de un producto de serie B. Algo así como una secuela de El día de la bestia, de Álex de la Iglesia, con guión de Corín Tellado, filmado por Tinto Brass. Pero dicho de este modo se arriesga suscitar un morbo que no merece. Pues con sus interminables diálogos de teleserie y una prosa casi escolar, Satanás provoca perplejidad, primero, y finalmente desazón.
¿Será posible, se pregunta
el lector, tal amasijo de tópicos hilvanados en torno a cuestión tan sobada como es la presencia en este mundo del Mal, así, con mayúscula? ¿Será posible que, para tratarlo, se le ocurra a nadie, a estas alturas del curso, y sin ironía de ningún tipo, recurrir a un cura exorcista, tentado por la carne; a un artista visionario; a una mujer angelical, víctima de masculinas lascivias; a una muchacha bellísima y procaz, poseída por los demonios; a un asesino en serie, veterano de la guerra de Vietnam? ¿Será posible que sea así tratándose de un país como Colombia, donde el mal, si de eso se trata, y lleve o no mayúscula, parece que tiene otro aspecto? ¿Y será posible que, para más inri, todo esto ocurra con pretensión de estar basado en sucesos muy reales, de andar tocándose -bien que de refilón- cuestiones candentes (el sida, la violencia urbana, las nuevas conductas sexuales), sin renuncia a guiñotes metaliterarios (Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, naturalmente) e incluso a timbres de denuncia social?
Pues sí, es posible. Y encima hay que oír que Mario Mendoza es 'uno de los máximos exponentes de la nueva narrativa colombiana', la cual se caracterizaría por desmarcarse explícitamente -¡y dale!- de los paradigmas del realismo mágico, sustituido para lo ocasión, todo parece indicar, por un realismo paranormal.
Se está hablando de una novela que por sí sola incumple los requisitos mínimos para que se trate de ella con algún detenimiento. Que se haga se debe a un malentendido producido por haber sido distinguida con un premio de renombre, convocado por un sello editorial asimismo de renombre. La desproporción entre el crédito del galardón y la obra premiada es tal, que mueve a preguntarse qué tipo de cauces, qué mecanismos de selección y qué clase de consignas hacen que se desaproveche una plataforma de este calibre, cuando se cuentan por decenas los escritores hispanoamericanos de valía que siguen sin ser reconocidos ni conocidos fuera de sus países. Las pocas respuestas que cabe darse señalan hacia una perfecta desorientación tanto respecto a la situación real de la literatura en lengua española como respecto a los objetivos a perseguir. Llegados a este punto, sin embargo, ya no es cuestión de abundar en la denuncia más o menos airada o más o menos ingenua de los premios literarios, de sus trastiendas, de sus efectos distorsionadores. Mientras los medios de comunicación respondan indiscriminadamente al señuelo de las sucesivas convocatorias, los premios seguirán siendo para las editoriales plataformas de promoción relativamente rentables, y adelante con ellos. Lo que en esta ocasión vale la pena traer a colación por una vez es la implicación, en todo este tinglado, de los jurados, que contribuyen con su crédito personal a dar crédito al premio en cuestión, y que en casos como el que aquí se trata contribuyen, con su prestigio, a confundir al lector.
Satanás ha sido premiada
por un jurado en el que, aparte del editor, figuran Guillermo Cabrera Infante, Pere Gimferrer, Almudena Grandes, José María Merino, Justo Navarro y Jorge Volpi. Cuesta admitir que ninguno de ellos pueda juzgar favorablemente la novela. Pero si no es así, ¿qué imperativo había de asociar a ella sus nombres? ¿El compromiso adquirido hacia la editorial como jurado desplaza el adquirido previamente con los lectores, por no decir con el propio juicio y exigencia? ¿No existen formas de conciliar ambos? Preguntas que se hacen aquí con todo el respeto, y que buscan reacciones que, de producirse en la dirección deseada, beneficiarían a todos.
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