Gaudí, fuera de la postal
El Año Gaudí echó a andar oficialmente ayer. Lo hizo con la solemnidad requerida. A partir del pistoletazo de salida, van a sucederse multitud de actos, entre ellos 65 exposiciones, y decenas de debates.
Obviamente, el balance habrá que dejarlo para el final de las celebraciones. Pero a nadie puede escapársele que la inauguración tiene una significación profunda: hora es de catapultar a Gaudí desde la postal barcelonesa al cuadro de honor de la arquitectura internacional. Porque, aunque las riadas de japoneses extasiados ante la Pedrera o la Sagrada Familia puedan inducir a pensar lo contrario, lo cierto es que su obra y su figura apenas han sido analizadas por los especialistas con el rigor, la profundidad y la apertura de miras que un gigante de su talla sin duda exige.
¿Por qué ha sido así? Principalmente, por las muchas adiposidades que el tiempo ha pegado tanto a la producción como a la personalidad de Gaudí. Es cierto que Gaudí fue el exponente más destacado del Modernismo, pero la identificación automática de su obra con el movimiento, que benefició a otros creadores de menor entidad, a él le perjudicó en la medida en que ocultó su brillante singularidad. Y cuando el clasicismo noucentista posterior declaró con dogmatismo programático clausurada la 'época del mal gusto', en alusión a los excesos cometidos por el Modernismo, incurrió en el error de meter en el mismo saco de desprecio calidades creativas para nada asimilables.
Tampoco la personalidad cerrada, cuasi mística, del que fue apodado 'el arquitecto de Dios' ha contribuido a iluminar objetivamente los perfiles de sus hallazgos constructivos: el proceso de beatificación en marcha en los despachos vaticanos contribuye a aumentar la leyenda, pero de nada sirve para desentrañar sus innovaciones, como la paraboloide hiperbólica. Si le añadimos que Gaudí ha sido objeto de estudio privilegiado por parte de la crítica arquitectónica más reaccionaria, como ayer mismo destacó Oriol Bohigas, y que a menudo el nacionalismo ha tendido a encerrarle en el ambivalente cuadro de honor de los fundadores de la patria, llegaremos a la conclusión de que todavía queda mucho por hacer para que su legado sea asumido por el mundo académico internacional y forme parte de verdad del patrimonio de la humanidad, declaraciones oficiales al margen. Todo ello sin menoscabo del gancho popular que su obra concita. La apertura, ayer, de la casa Batlló al público es una excelente noticia para conocer las tripas de lo que hasta ahora, para los barceloneses y para el mundo entero, no ha sido más que una extasiante fachada que da al paseo de Gràcia. Conservar la obra gaudiniana, cuando todavía están frescos los destrozos que unos vándalos causaron al dragón del Parque Güell, ha de ser sin duda el primer objetivo del año dedicado al arquitecto. Pero el segundo, y no menos importante, debe ser aligerarlo de lastres y devolverlo al público en su radicalidad conceptual y constructiva. Si el Año Gaudí consigue esto, habrá colocado al maestro como lo que es: un puntal de la creación humana de todos los tiempos.
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