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París | ACTUALIDAD INTERNACIONAL
Columna
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El gran día de Marianne

EN NOVIEMBRE de 1942, una periodista vienesa de 47 años que también había sido una célebre cantante fue arrestada por la Gestapo en Praga, y encerrada en la prisión de Pancraz, aún en funcionamiento. Se llamaba Marianne Golz-Goldlust y estaba casada con un judío que huyó a Inglaterra. Ella rehusó acompañarlo. No era judía y eso, pensó, la colocaba en una posición privilegiada para ayudar a los judíos que necesitaban escapar del holocausto. Les facilitó documentación falsa, les dio cobijo que salvaron sus vidas. Pero la delataron a la Gestapo. El 18 de mayo de 1943, Marianne fue ejecutada.

El estremecedor libro Le gran jour, Praga 1943

, que acaba de publicarse en Francia, tiene en torno al medio centenar de cartas que Marianne dirigió a su única hermana, Rosi, desde la cárcel a lo largo de los cinco meses de cautiverio. Lo que sostiene psíquicamente a Marianne no es tanto la ayuda que dentro de la prisión recibe de otros infortunados, o la que ella les presta; es el hecho de relatar, de llevar al lenguaje su experiencia, de distanciarse de esa expericia dando palabras al sufrimiento, de identificarlo y señalarlo para, de este modo, impedir ser arrastrado al pavor de la deshumanización. O a la locura.

Como hizo Primo Levi cuando en su lager mantuvo un extraño equilibrio a base de recurrir a un ritual de gestos, a un credo voluntarista, aquí Marianne Golz-Goldlust (menos afortunada que el autor italiano que pudo suicidarse cuando concluyó su obra) demuestra en sus cartas que el auténtico vigor psíquico no proviene de los destellos del exterior, sino de la lucidez íntima y difícil que hay que despertar dentro de uno mismo, del monólogo expresado en forma epistolar, del análisis de una perplejidad creada en una situación límite como es la muerte. Y ella nos ofrece en las cartas una progresión desde el optimismo inicial hasta el desánimo y la aceptación cuando se adentra en los rincones últimos y más tenebrosos de la realidad.

Su hermana Rosi es -y lo repite hasta la saciedad- lo único que tiene en el mundo y eso la convierte en símbolo, casi en un fantasma de ese mundo a la vez que en el interlocutor excluyente al que Marianne suplica una ayuda: en manos del marido de Rosi, un filonazi influyente, puede estar su indulto. Lo suplica y se lo niegan. Depende de los comisarios y jueces su libertad que todos se niegan a discutir. Así, Marianne es empujada al patíbulo. Su hermana llegará a enviarle veneno para que se suicide, como ella le pide en las cartas, pero ese veneno llega en cantidad insuficiente. Sólo sirve para atontarla y la condenada, con otras mujeres (eran ejecutadas por parejas), escribe su última carta, de una conmovedora y patética belleza, y es presentada al verdugo.

El verdugo tiene un nombre y una biografía (como los magistrados). El nombre es Aloïs Weis, nacido en Croacia. Y no deja de ser curioso que al acercarse a la jubilación Aloïs Weis solicitara a la cárcel de Pancraz un justificante de su trabajo desempeñado entre 1943 y 1944 a fin de obtener la pensión más alta prevista. La ley jamás le exigió responsabilidades.

'Mi única pena es no haber recibido unas líneas tuyas, pero no llores', le escribe por última vez Marianne a su hermana Rosi, 'sólo me pierdes a mí y la vida te dará la oportunidad de conocer a otras personas encantadoras. Sin embargo, yo permaneceré en tu memoria. Ahora voy a reencontrarme con nuestra madre, que me acogerá. Te pido que abraces a todo el mundo y también que hables lo menos posible de este asunto. Son muchos los que también parten conmigo'.

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