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Crítica:'Hable con ella' | ESTRENO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Viaje más allá de la soledad y la muerte

Hay riesgo de desafinamiento en el delicado trenzado, de serena estructura musical, de Hable con ella, una película de transcurso apacible, pero bajo, en cuyo sosiego se mueven flujos subterráneos abruptos y escurridizos, de esos que piden apretar los ojos ante la pantalla e hilar fino con los tentáculos de la mirada, para poder cazar con ellos la elegante conjunción de imágenes y de acordes que conforman el armazón de una obra hermosa y desconcertante, diáfana pero enigmática y no fácil de ver, ya que su secuencia rompe patrones de cine convencional, incluso los del cine del propio Pedro Almodóvar, y sus esencias discurren calladamente por debajo de sus evidencias.

No es, aunque se acerca, Hable con ella una obra redonda, pues pierde resuello y desfallece en leves, pero inoportunas, arritmias de la zona final, que hacen que su tejido se resienta de sobreabundancia de hilos que crean espesuras y dilaciones y no nos dejan ir con rectitud al grano, rizando el rizo de algunas desviaciones bonitas y brillantes pero innecesarias, lo que hace perder a la secuencia parte de la energía de síntesis que derrocha en su arranque y despliegue.

HABLE CON ELLA

Dirección y guión: Pedro Almodóvar. Intérpretes: Javier Cámara, Darío Grandinetti, Leonor Watling, Rosario Flores, Geraldine Chaplin, Mariola Fuentes. Género: drama. España, 2002. Duración: 112 minutos.

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Pero, pese a este balbuceo previo al firme y conmovedor desenlace, Hable con ella contiene los momentos de más intrépido cine hecho por Almodóvar desde los instantes de cumbre de aquella fractura que al nacer creó en las leyes de la pantalla La ley del deseo. Y más al fondo se perciben indicios -en los sutiles pliegues de esta comprometedora incursión en los íntimos territorios de la remota ecuación entre soledad y muerte- de un salto, o de una mutación, en el vigoroso e inconfundible estilo de este cineasta, que parece aquí emprender la aventura, con olor a camino sin vuelta atrás, de una nueva etapa de su forja de un estilo.

Porque lo que emprende aquí Almodóvar es una decisión irreversible para el espíritu de todo artista de fuste, una elección de grave radicalidad, de ésas que determina, es decir, que crea destino, como lo crea toda adopción de la simplicidad formal como vehículo de la complejidad emocional, que es el signo del cine adulto. Pues lo que aquí el cineasta busca es -sin dejarla ver frontalmente, disfrazando su negro vuelo de aire y de luz cotidiana- nada menos que la representación, con soportes de asunto verídico, del brote surreal por excelencia, el acorde del amor loco llevado a su frontera extrema. Y es, en efecto, la aterradora metáfora de la necrofilia en estado de total desnudez, despojada de solemnidades -es decir, el más oscuro e insondable pozo de la imaginación romántica desatada-, lo que aquí entra en juego y se carga de una apasionante y desconcertante cercanía e inmediatez, de la emocionante electricidad de lo existente, lo vivo, lo ocurrido.

Almodóvar juega -y lo hace con sabiduría, poniendo sobre cada paso de la secuencia un grano de la elocuencia del lenguaje visual indirecto, sugeridor- a dar unidad formal a un collage de materias y formas muy dispares, montadas en chorro sobre deslumbradores choques de paradojas. Se trata de un juego de dificultad extrema, en el borde de lo insostenible, que el cineasta sostiene gracias, por un lado, a la finura de la seducción con que funde sus ideas en los rostros y comportamientos de los inmensos intérpretes que, a su vez, juegan a ser sueños suyos; y, por otro lado, a un endiablado olfato para crear fracturas de espacio y tiempo, saltos elípticos hondos y bruscos, pero de tan suave textura que resultan casi imperceptibles. Y así rebosa Hable con ella de bellas elipsis, de las más precisas y mejor medidas que ha dado el cine reciente, como, entre muchas, la del instante premonitorio, tendido sobre una genial toma sintética del director de fotografía Javier Aguirresarobe con una telelente de larguísima distancia (mientras ella atraviesa una calle), de la muerte y resurrección de Leonor Watling, metáfora escondida, indistintamente mortal y vivificadora, que vertebra este hermoso filme.

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