El Gobierno se divierte
POR UNA VEZ, la noticia no procedía de una agencia de información, ni de un corresponsal en el extranjero, ni de un enviado especial, ni de un periodista de investigación; por una vez, el diario que publicó la noticia, El Mundo, tuvo que admitir que su fuente manaba de la Embajada de España en Rabat. La noticia, pues, se gestó en una embajada, y como las embajadas transmiten sus informes directamente a los Gobiernos, y no a los medios de comunicación, alguien del Gobierno la pasó, frotándose las manos, al periódico. A eso llaman en periodismo de investigación tener acceso a la fuente.
Ahí radica el verdadero escándalo de la información falsa transmitida por la Embajada española en Rabat al Gobierno -si a Exteriores o al portavoz, nadie lo sabe-, y del Gobierno a El Mundo, a propósito de un encuentro inexistente entre Felipe González y Abderraman Yussufi, que habría culminado en una conversación de ambos con el rey Mohamed VI. Escándalo porque revela la perversa relación que los poderes públicos mantienen en España con los medios de comunicación, a los que no dudan en pasar informes confidenciales con tal de convertirlos en arietes de la lucha entre partidos, y porque pone de manifiesto que el Gobierno vulnera impunemente las normas que la legislación le impone si con eso piensa sacar tajada en su afán de pulverizar a la oposición.
De modo que aun si hubiera sido verdad el encuentro, y si hubiera sido verídica la información transmitida, el escándalo habría sido idéntico: una colusión entre el Gobierno y un periódico para airear informes por naturaleza confidenciales. Que el Gobierno no se haya reservado esa información y la haya archivado sólo puede explicarse porque, tratándose de un notición que afectaba a la fama de Felipe González, encontró divertido entregarlo al público, a ver si alguien se tragaba que el mal momento de las relaciones entre España y Marruecos tiene un culpable, uno sólo, Felipe González, que anda por ahí embrollándolo todo, traicionando los intereses de España, desleal como es por carácter y por rencor.
De ésta más que lamentable conducta no ha aparecido hasta hoy ningún responsable. Todo se reduce a una información mal procesada, nos aclara, alisándose el cabello, el ministro portavoz. Y así, al escándalo se añade el insulto, a los injuriados y a la ciudadanía en general. Porque, vamos a ver, este selecto plantel de ministros tan risueños a la hora de ofrecer ruedas de prensa, ¿de qué se ríe? Pues se ríe de la explicación que en ese momento se ofrece al público. Luego, ya puestos, todos se ríen de su propia risa, de lo bien que se lo están pasando, de la cara de idiota que ponen los demás, que no dan crédito a sus ojos, sin que nadie les diga lo majadero que es inventar semejante patraña -una información mal procesada, qué gracia- y lo rematadamente estúpido que es creer que ni por un momento los oyentes se la van a tragar.
Así han salido del paso, con risotadas y falsas excusas, pues valen para ocultar a los culpables. Nadie ha presentado todavía la dimisión, no ya por el origen de la información falsa, cuestión por la que un embajador que se precie debería tener las maletas recogidas y el billete de vuelta en el bolsillo, sino por la vía ilegal por la que aquella información confidencial ha llegado al público. Uno de ellos al menos, el ocurrente inventor de la tesis de la información mal procesada, el que luego al dar explicaciones en el Parlamento grita y palmotea leyendo la chuleta que lleva preparada, debería estar ahora en casa, no ya alisándose, sino mesándose los cabellos.
Pero no; ahí los tienen ustedes, tan campantes, dando el espectáculo. Y para colmo, el presidente del Gobierno de España, el primero que debería exigir responsabilidades por el origen de una falsa información que afecta a su predecesor y por su espuria transmisión al público, se ha permitido dar también su versión. Esto, señoras y señores, es un cotilleo, y él no se dedica a cotilleos. Con lo que el presidente no sólo compite en majeza con sus ministros, sino que les gana de calle. El presidente no cotillea; pues qué bobada, hombre, si por afirmarlo supone que alguien se va a creer que no tiene ninguna relación con el origen del cotilleo, o con su tramitación posterior, o con la insultante manera de echar tierra al asunto.
De todo este fiasco, lo único que queda claro es que estos señores se creen tan fuertes que pueden permitírselo todo: estar en el origen de un infundio y rematar la faena riéndose a mandíbula batiente de quienes exigen explicaciones. Lo dicho, un espectáculo.
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