Más que excusas
El esperpéntico espectáculo ofrecido por el Gobierno y la diplomacia españoles al lanzar el bulo de unas supuestas entrevistas de Felipe González en Tánger a través de su medio de comunicación más cortesano merece algo más que una disculpa pública. Exige que alguien asuma la responsabilidad política por el desastroso incidente que ha vuelto a enturbiar las relaciones con Marruecos. Piqué tiene que explicar por qué el Gobierno lanzó una falsa noticia que presentaba como prueba de deslealtad. Todo el episodio refleja un estilo de hacer política caracterizado por el sectarismo y la mezquindad: sólo el Gobierno defiende los intereses de España, y quien no comparte sus posiciones es desleal.
Porque el colosal patinazo ha venido a coincidir con indicios de que Rabat estaba próximo a ordenar el retorno de su embajador a Madrid, al que había llamado a consultas a finales de octubre. Cabe suponer que el temor a que la normalización de relaciones fuera relacionada con alguna iniciativa de la oposición hizo delirar a alguien: cualquier cosa menos que el PSOE se apunte un tanto o que el Gobierno quede en deuda con González. Abrumados por la presidencia española de la UE, hasta ahora muy discreta, parece mentira que lo que les movilice hasta el disparate sea ese tipo de paranoias.
Pese a lo sucedido, el embajador marroquí debería regresar a Madrid. En cuanto al de España en Rabat, Fernando Arias-Salgado, más vale relevarlo aunque sólo sea para evitar que sea el hazmerreír de la capital marroquí. Esta historia esconde la preocupante impotencia de Aznar para situar las relaciones entre España y Marruecos en la normalidad. Aznar está convirtiendo en enemigo externo -no está claro si por empecinamiento o por cálculos internos- a un país crucial para España como vecino, fuente de inmigración y destino de importantes inversiones empresariales. El régimen marroquí tiene muchos fallos, y dista de ser una democracia, pero esta patética política del Ejecutivo de Aznar en nada contribuye a la transición de un país más abierto, por ejemplo, que la dictadura tunecina, a la que tanto cultiva nuestro presidente.
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