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Columna
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Política cultural exterior en Europa

El que José María Aznar, en la cúspide de su poder y prestigio, haya confirmado su decisión de no ser candidato, es un acontecimiento insólito que merece reconocimiento. Estamos acostumbrados a que, cuanto más tiempo se desempeña un cargo, tanto más se acaba pensando que se es imprescindible. Después de haber quitado de en medio, sin apenas darse cuenta, casi por instinto, a los que le hubieran podido hacer sombra, el gran líder no suele divisar en el entorno a nadie con experiencia y cualidades suficientes para sucederle; de ahí que esté dispuesto a sacrificarse una y otra vez para evitar la catástrofe.

La experiencia enseña que tras ocho años en el poder empieza un declive que perjudica, tanto al país como al partido que le sostiene. Lo hemos observado en Margaret Thatcher o en Helmut Kohl y lo confirman las normas estadounidenses al respecto. Tal vez decisión tan razonable haya venido influida por los ejemplos patéticos de Fraga y González, incapaces ambos de dar paso al sucesor a su debido tiempo. Que un partido que disfruta de mayoría absoluta se presente con un candidato nuevo favorece su reelección: cambio en la continuidad es una de las fórmulas mágicas para conservar el poder en tiempos normales. El que el PRI mexicano tuviese que presentar un candidato presidencial distinto en cada sexenio le permitió gobernar más de 70 años. No tema el lector que sea un precedente repetible, pero sí podría asegurar el poder del PP dos legislaturas más. Buen previsor, González ya ha manifestado que está dispuesto a apoyar a Zapatero hasta que gane.

Dos corolarios se desprenden de decisión tan inaudita. Contra la tendencia actual a crear líderes carismáticos que se elevan artificialmente sobre el común de los mortales, se recupera la acción de gobierno como obra de un equipo que se intercambia las tareas. Haber sido presidente de gobierno no imprime, como el bautismo, carácter; por tanto, no le incapacita, todo lo contrario, para desempeñar funciones menos representativas o de rango inferior, pero que pueden ser de tanta o mayor importancia. En segundo lugar, un presidente con mayoría absoluta que no se presenta a la reelección disfruta de una situación inmejorable para llevar a cabo reformas necesarias, aunque sean impopulares, o tengan que enfrentarse a fuertes intereses corporativos en la sociedad o en la Administración. Ojalá Aznar sepa aprovecharla.

A esto último quería llegar. Una de las reformas más asequibles, pero no por ello menos urgentes, es la de nuestro servicio exterior. La actividad diplomática es cada vez menos generalista y más especializada. La especialización de los servicios en el exterior es un proceso ya muy avanzado. El agregado comercial o el militar no son diplomáticos de carrera, como tampoco lo son los representantes de otros ministerios. Pues bien, un residuo del pasado que exige una rápida corrección es que las relaciones culturales sigan en el Ministerio de Asuntos Exteriores y los agregados culturales sean diplomáticos al comienzo de su carrera. La relaciones culturales exigen instituciones propias -con el Instituto Cervantes empezamos a tener una fundamental- además de expertos en las culturas del país en que se actúa. Los diplomáticos están entrenados para representar a los Estados; los expertos culturales para comunicar la diversidad de las culturas que representan. Nada daña tanto a la imagen de un país como reducirse a transmitir al exterior la cultura oficial, con el marchamo del Gobierno. Lo mejor que podemos ofrecer culturalmente suele ser crítico con el Gobierno, a veces incluso con el sistema. En otros países europeos ha costado mucho reconocerlo así, pero hace tiempo que se ha ganado la batalla de la autonomía y especialización de la política cultural. En España, está empezando.

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