Un genial actor indaga en el subsuelo de la agonía
Una de las mejores pruebas -a mi juicio, la más completa, porque abarca una ancha gama de sensibilidades, y de formas de respuesta, en la recepción de un filme por un apretado grupo de cinéfilos libres, sagaces y con mirada desprovista de prejuicios y gafas ideológicas- de que una película está viva, y funciona, la encontramos en el maravilloso, y casi infalible, test de su proyección ante el público, variado, abierto y buen conocedor del arte de ver cine, del Panorama de la Berlinale.
Es esta plataforma una magnífica conjunción no competitiva, sino de contemplación y agitación, de filmes que llegan a ella inéditos y saltan de aquel mágico rincón del festival de Berlín a las pantallas encendidas de todo el mundo, cuando allí se percibe que recorren caminos no trillados y que llevan dentro cargas de energía artística y descargas de riesgo moral. Fue el caso, hace dos semanas, de En la ciudad sin límites, filme escrito por Enrique Brasó y Antonio Hernández y dirigido por éste, que fue allí aclamado con anchura e intensidad y respirado con aires de libertad, porque se percibió en la inmensa sala del Zoo Palast berlinés que es una obra rica y comprometida, ambiciosa y solvente, grave y emocionante, que casi roza -y digo casi porque hay en ella una deficiente graduación del crescendo dramático, que comienza demasiado por arriba y encuentra alguna dificultad para crecer- la perfección formal, pero que logra acercar mucho lo que encuentra a lo que busca, lo que es un signo irrefutable de solvencia.
EN LA CIUDAD SIN LÍMITES
Direción: Antonio Hernández. Guión: Enrique Brasó y A. Hernández. Intérpretes: Fernando Fernán-Gómez, Leonardo Sbaraglia, Geraldine Chaplin, Adriana Ozores, Ana Fernández, Álex Casanovas, Roberto Álvarez, Leticia Brédice, Alfredo Alcón, Mónica Estarreado, Natacha Kucic, Jorge San José, Lorena López, Alain Cipot. Género: drama. España-Argentina, 2002. Duración: 120 minutos.
Fernán-Gómez vuelve a alcanzar aquí otra elevación que roza lo insuperable, lo sublime
Nos abre En la ciudad sin límites accesos exactos, trazados con grande y noble oficio en un guión complejo y recio -de esos, hoy tan infrecuentes, que no hacen el juego a las líneas de menor resistencia y plantan frontalmente cara a la dificultad-, al territorio abrupto e intrincado de la conciencia de un anciano, de cuya terca y angustiada mirada hacia el interior de su olvido brota incontenible el enigma de una zona de sombra que conduce inexplicablemente a la luz, a la indescifrable y turbadora luz de una antigua herida abierta que ahora, en la agonía, quiere cerrarse. Es el trenzado de los hilos de una busca dentro de la identidad de un hombre loco y moribundo, pero asombrosamente lúcido, una averiguación anímica que discurre con alta precisión y contagiosa emoción sobre la tierra movediza de una mente en última lucha consigo misma.
Estamos nada menos que ante un intento de representar lo irrepresentable, de visualizar el revés de la materia de la vida. Palabras mayores, pues se trata de la captura, mediante métodos formales convencionales, genéricos -en concreto los propios del proceso indagatorio que llamamos thriller, desplegados en contrapunto con patrones formales derivados de otro patrón genérico, el del melodrama-, de un estado de espíritu. Y sólo un genio del arte y la ciencia de la representación puede hacer, e incluso hacer con desarmante sensación de facilidad, ese aludido prodigio de representar lo irrepresentable, de dar rostro al revés de la vida. Y Fernando Fernán-Gómez vuelve a rozar elevaciones sublimes en su composición de este hombre en fuga sin vuelta atrás hacia dentro de sí mismo, hacia algo que ocultan las oquedades del subsuelo de su memoria herida y alterada.
Pero no es el severo y genial esfuerzo creador de Fernán-Gómez un simple monólogo, porque Antonio Hernández ha sabido darle un verdadero interlocutor, en poderosa ecuación de tú a tú, con Leonardo Sbaraglia, que carga con el peso, que nunca se le hace fardo, de abrir el camino y vertebrar el itinerario de desvelamiento del enigma que Fernán-Gómez guarda en los subterráneos de su elocuencia. El diálogo nieto-abuelo mueve y conmueve, es una hermosa construcción de cine lírico dentro de un esquema de cine negro, en el que saltan de vez en cuando algunas chispas de la inmediatez de la comedia, en especial de la explosiva presencia, en contrapunto con la sobria y rotunda eficacia de Roberto Álvarez, de Adriana Ozores, que vuelve a estar eminente. Y, así, el tú a tú entre Sbaraglia y Fernán-Gómez se entrelaza con las ramas de la paulatina construcción, alrededor del actor argentino, de un entramado de relaciones familiares en el que saltan la sutileza y las calidades fotogénicas de Ana Fernández y el buen retorno de Geraldine Chaplin, Laticia Brédice, Alex Casanovas y Alfredo Alcón, que tiran de un reparto bien trabado y uniformizado por la mano directora de Antonio Hernández.
Y sólo cabe reprochar a éste un exceso de elevación en el tono sinfónico inicial, un punto de abuso en el énfasis de la línea dramática de arranque, que genera una inoportuna sobreabundancia de expectativas para un tramo final que es bueno, pero que sin duda sería doblemente bueno si hubiera sido preparado por una más cautelosa dosificación en la vibración y las resonancias del dramatismo de su planteamiento.
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