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Una colección invariable

El pasado otoño, en una casa de subastas de Barcelona, se puso en venta la copia del Esopo de Velázquez realizada por Ramon Casas. La obra, magníficamente ejecutada, parecía tener suficiente interés para ser incorporada a la colección de los siglos XIX y XX del Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC), en cuyo seno se ha disuelto el Museo de Arte Moderno (MAM). El museo, sin embargo, no pujó por ella. Quise conocer entonces los criterios por los que se regía para adquirir las obras de una época fascinante. Comprobé en sus memorias de actividad que en los presupuestos -nada modestos, por cierto- no se podía identificar ninguna partida destinada a adquisiciones. Este dato inesperado me llevó a ampliar la investigación. Concluí que el Museo de Arte Moderno, desde la reinstauración de las instituciones democráticas y probablemente desde mucho antes, tampoco había dispuesto de una partida específica para compras. Cuando esto ocurre, las colecciones están muy marcadas por el azar y sus desequilibrios resultan inevitables.

La lectura del Catàleg de pintura dels segles XIX i XX. Fons del MAM (1987) -el de escultura sigue sin editarse- no deja lugar a dudas. Registra un abundante y variopinto volumen de legados y donaciones, recurso muy importante y digno de fomentarse siempre y cuando haya unos consistentes criterios de admisión, el país posea una buena cantidad de colecciones privadas de auténtico valor y el Estado propicie los legados con una adecuada fiscalidad. Como estas circunstancias no se han dado y las compras se han sucedido a lo largo de un tiempo convulso por decisión de instituciones distintas -Ayuntamiento, Diputación, Mancomunitat, Generalitat, juntas de museos-, los fondos acusan enormes altibajos. Sin duda habrá requerido mucha inteligencia y buen gusto conseguir que la pequeña muestra de estos fondos que actualmente se exhibe en el Palau de l'Arsenal del parque de la Ciutadella haya resultado una maravilla de visita obligada. Para realzarla sólo queda un año. Así lo acaba de comunicar a los medios informativos el director del MNAC, Eduard Carbonell. A partir del mes de abril del año 2004, una exhibición ampliada en el 60% respecto a la actual podrá verse en su ubicación definitiva, en el Palau Nacional de Montjuïc. Esta ampliación hará más difícil evitar que los desequilibrios de la colección se pongan en evidencia. Carbonell ha reconocido la existencia de algún vacío, particularmente de las vanguardias. Para subsanarlo, ha anunciado que a partir de este año el MNAC ya dispondrá de una cantidad de dinero para compras. Pero, a pesar de ser requerido al respecto, no ha dicho de qué cantidad se trata.

Es imposible no sentir preocupación ante este silencio pues, aunque sobrarían dedos en una mano para contarlas, también se han adquirido algunas obras en los últimos 15 años. Sin ir más lejos, en la memoria del año 1998 se consigna la compra de Dones del poble, de Joaquín Torres-García. Pero en adelante no se trata de seguir echando mano excepcionalmente de algún dinero ambiguamente referido a alguna partida del presupuesto, sino que se consigne en éste y para cada departamento del MNAC la cantidad concreta que permita establecer las políticas de compras respectivas, que sin duda diferirán mucho según la época que se contemple.

Ante estas crónicas dificultades para disponer de este tipo de recursos, cabría preguntarse las razones por las que los museos no venden los fondos que nunca exhiben y no utilizan el producto de esta venta para completar las colecciones. Bruno Frey, en L'economia de l'art (Fundación La Caixa, 2000), expone una serie de razones de las que me interesa destacar las siguientes: las limitaciones legales a las ventas impuestas por el Estado, que en el caso europeo son auténticas prohibiciones; los acuerdos que firman los museos y los donantes, los cuales suelen exigir que su colección no se disperse; finalmente, la falta de incentivos para vender porque, y esto sería lo decisivo, al no ser los museos organismos autónomos, los ingresos obtenidos con la venta no se añadirían a la renta disponible del museo, sino a las arcas de la hacienda pública. De estas razones se concluye que, en nuestro caso, queda excluida la posibilidad de vender. Sin embargo, Frey apunta una relación entre autonomía e incentivos y, por tanto, eficacia de raíz más amplia, cuya validez puede proyectarse a una organización concentrada y compleja como el MNAC. De modo que es probable que su éxito dependa de la autonomía de que dispongan sus distintos departamentos. Pero no habrá autonomía mientras no dispongan de los recursos para fijar su política de compras.

Aunque, mientras no se concrete, permanecerán las dudas sobre la realidad de la partida de adquisiciones, resulta innegable que su anuncio certifica que no la ha habido antes. Hay algo en ello de irreparable. Cualquier coleccionista de arte, incluso el más humilde, sabe que la obra deseada no espera a que él disponga del dinero para adquirirla. Las oportunidades pasan. Los aficionados, los galeristas y los propios responsables del museo conocen algunas oportunidades irreparablemente perdidas, por ejemplo, La catedral dels pobres, de Joaquim Mir. La pasividad compradora de nuestros museos no ha tenido parangón en el ámbito español. Muchas obras que, de haber existido el interés debido, podríamos contemplar pronto en Montjuïc figuran ya en colecciones privadas o podremos contemplarlas al visitar los museos de otras ciudades. Influidos por la inercia de decenios de desidia, abrumados por las interminables obras y, tal vez, deslumbrados por el engañoso flujo de legados y donaciones, los responsables públicos han permitido que se mantuvieran prácticamente invariables nuestras colecciones.

Lluís Boada es economista.

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