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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Derecho a mentir

Como un efecto colateral del 11 de septiembre, el Pentágono ha puesto en marcha un departamento con el intimidatorio nombre de Oficina de Influencia Estratégica, cuyo fin último es el de impedir que EE UU pierda apoyos exteriores en su guerra al terrorismo. El invento está dirigido por un general de la fuerza aérea y pretende manipular a la opinión pública de países amigos y enemigos, aparentemente sin pararse en barras. Entre sus métodos figurarían desde la difusión de noticias falsas hasta el sabotaje de las redes informáticas de regímenes hostiles o un diluvio de propaganda camuflada dirigida al correo electrónico de quienes más contribuyen a formar los criterios.

La Casa Blanca todavía no ha dado el visto bueno a los planes definitivos de esta ensoñación orwelliana, y el ministro de Defensa, Donald Rumsfeld, un hombre cuyas ideas van siempre en la misma dirección, acaba de garantizar que no se le ocurriría autorizar un organismo con el objetivo de desinformar al mundo. El jefe del Pentágono asegura que tendrá como misión básica algo tan viejo e inofensivo como confundir a posibles enemigos sobre los planes militares estadounidenses. Con ser respetable, la palabra de Rumsfeld no resulta suficiente. Tampoco lo es el recelo con que altos funcionarios del Departamento de Estado y el propio Pentágono han recibido la idea de un tinglado dedicado a dinamitar un elemento básico del patrimonio de las democracias: la credibilidad. Asusta la idea de un ventilador engrasado por millones de dólares difundiendo una mezcolanza indiscriminada de verdades y mentiras. Acabaría contaminando la información del Pentágono y poniendo en entredicho las versiones oficiales estadounidenses, uno de sus activos tanto en tiempos de paz como de guerra.

Es legítimo que la Casa Blanca quiera hacer oír sin distorsiones su punto de vista en el extranjero -el Pentágono y la CIA tienen vedadas por ley las actividades propagandísticas dentro de EE UU-, pero a la superpotencia le sobran canales para hacerlo y los emplea con eficacia. Quizá el temor suscitado por la misma existencia de esta especie de Ministerio de la Desinformación sea suficiente para abortar idea tan nefasta. Si no fuera así, Bush debe acotar estrictamente las funciones y métodos de la Oficina de Influencia Estratégica para no comprometer, irremediablemente, su presidencia a los ojos del mundo.

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