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CARTAS AL DIRECTOR
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Isabel García Lorca, un hada para el duende

La edición de EL PAÍS del 10 de enero trajo el penoso anuncio del fallecimiento de doña Isabel García Lorca, quien fuera el hada protectora de la memoria inmortal de su hermano Federico, el duende andaluz de la poesía gitana. Tuvimos oportunidad de conocerla, allá por febrero de 1998, en su oficina de presidenta honoraria de la Fundación Federico García Lorca, en la madrileña y casi mítica Residencia de Estudiantes.

Su generosidad permitió entonces que la primera exposición de homenaje a Federico en el centenario de su nacimiento pudiera ser llevada a cabo en nuestra Biblioteca Nacional -que en ese tiempo dirigíamos- entre el 30 de marzo y el 28 de mayo de 1998.

Sucedió que ya estaban programados, en España y en toda Europa, los actos que comenzarían el día exacto del centenario, el 5 de junio, y ante nuestra insistencia accedió a que la conmemoración en Buenos Aires fuera anterior, prestándonos manuscritos originales, cartas, recuerdos del viaje a nuestro país, fotografías, dibujos del poeta, etcétera.

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La enorme colaboración del presidente de la Fundación García Lorca, Manuel Fernández Montesinos; el entusiasmo del responsable local de la mencionada Fundación, el muy eficiente Jorge Giovaneli, y la dedicación del personal de la Biblioteca Nacional aseguraron el éxito de aquella muestra, primera en el mundo para evocar el siglo del natalicio de ese trascendente poeta y dramaturgo.

La muy triste noticia del deceso de doña Isabel nos acongoja. Recordamos su extrema deferencia, que no la juzgamos hacia nosotros en particular, sino en función del inmenso afecto que su ilustre hermano sentía por Argentina, donde, le había confesado, pasó muchos de los mejores días de su vida.

El duende y el hada se han vuelto a reencontrar en ese mágico y esotérico paraíso de la memoria colectiva, habitado por la simple y buena gente que deja, en el tiempo humano, la estela eterna del amor, la bondad y la belleza de sus obras.

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