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Carta de un judío americano a los europeos

La comunidad judía europea tuvo buenos motivos para acoger la Ilustración de buen grado. Ciudadanía y universalidad, racionalidad crítica y pluralismo secular, prometían transformar la existencia judía. Las naciones de residencia tratarían a los judíos como seres humanos con derechos inalienables, no como parias. El final del siglo XIX demostró que la Ilustración se había pospuesto indefinidamente. El sionismo fue tanto una respuesta parcial a la convicción de que la Ilustración era imposible como un derivado de ella. Los judíos también tenían derecho a un territorio y a un Estado. Pocos de los primeros sionistas pensaron en el problema que tortura al actual Estado judío: la presencia de otro pueblo. Era una cuestión que rara vez se planteaba en los primeros años de existencia del Estado de Israel, la única preocupación era la seguridad de un pueblo diezmado por el holocausto. Los europeos consideraron que lo mínimo que podían hacer tras el asesinato de los judíos europeos era apoyar a Israel, e ignoraron la suerte de los árabes.

Mientras los judíos europeos se hallaban en el infierno del fascismo, la comunidad judía estadounidense se encontraba en vías de su actual poder y prosperidad. El New Deal de Roosevelt incorporó a los judíos al Gobierno. Es cierto que en los EE UU de los años treinta y cuarenta había mucho antisemitismo y que los judíos estadounidenses no podían lograr asilo para muchos de sus familiares europeos en peligro, pero, tras 1945, la repulsión hacia el holocausto lo enterró. Los judíos avanzaron hasta las primeras filas de los negocios y las finanzas, de la cultura y la ciencia, del gobierno y la política. La apertura de la sociedad estadounidense, su concepción de la ciudadanía, les permitió considerarse plenamente estadounidenses. Muchos se identificaron con el progresismo y las tradiciones radicales de nuestra democracia. ¿Dónde si no en una sociedad de iguales podían estar seguros los judíos? Juristas y legisladores, pensadores y escritores judíos hicieron grandes aportaciones a la construcción del Estado de bienestar. En los años sesenta, muchos de ellos apoyaron la lucha de los negros por sus derechos civiles. La presencia judía fue notable en los movimientos de los sesenta: la protesta antiimperialista de la guerra de Vietnam, los experimentos de la cultura posmaterialista y el feminismo. Los judíos estadounidenses (y muchos estadounidenses no judíos) consideraban a Israel como una sociedad democrática moderna, sitiada, pero triunfante.

Pero en los años setenta los judíos ya no estaban comprometidos tan ardientemente con el progresismo. habían dejado de considerarse unos intrusos. Para muchos, las reivindicaciones de negros e hispanos de su derecho a la educación y el empleo sonaban amenazadoras. Olvidando el hecho de que ellos habían utilizado en el pasado el sistema legal para eliminar las barreras civiles que les impedían el acceso a la educación, el empleo y la vivienda, los judíos alegaron que lo habían conseguido por méritos propios, y declararon que los demás deberían hacer lo mismo. Por supuesto, estos puntos de vista fueron expresados también por decenas de millones de otros estadounidenses.

La guerra de 1967 agudizó aún más la crisis del progresismo entre los judíos estadounidenses. Consideraban que los que criticaban la ocupación del territorio árabe ponían en peligro la victoria de Israel. Los grupos estadounidenses que expresaban su simpatía por los árabes -los negros, las iglesias y los intelectuales radicales- eran con frecuencia los mismos que criticaban sistemáticamente a la sociedad estadounidense, en la que los judíos estaban tan bien integrados. Para muchos, la solidaridad con Israel era su principal vínculo con su propia historia. Cuanto más rutinaria se hacía su religión, más lejano les era el acervo del judaísmo y más importante el Estado judío. Tras las décadas de posguerra, en las que el dolor impedía hablar del holocausto, éste se convirtió en básico para la conciencia de sí de los judíos estadounidenses. Una comunidad a la que una casualidad histórica había salvado de compartir el destino de la comunidad judía europea asumió el eslogan de Israel: nunca jamás.

Identificar a los palestinos con los antisemitas de Europa es absurdo, y más aún teniendo en cuenta que Israel los trata de forma colonialista e incluso racista. Pero para muchos judíos estadounidenses este absurdo es una cuestión de fe. Muchos de los colonos de Cisjordania son judíos estadounidenses, que consideran que el mundo de los gentiles es hostil sin remisión. Y los judíos estadounidenses a los que no se les ocurre ni en sueños abandonar Estados Unidos, apoyan a otros judíos que han abandonado sus hogares por temor a los pogromos. Pero esta contradicción es reflejo de otra mucho mayor. Los judíos estadounidenses, que disfrutan de una ciudadanía gracias a las normas universales de la democracia estadounidense, ignoran estos valores y apoyan a un Estado étnico que oprime a otro pueblo. Un número considerable de ellos se ha visto abocado a replantearse lo que en tiempos fue una afinidad casi instintiva con las ideas de igualdad y justicia.

Este tipo de problemas morales no preocupa excesivamente a las élites que hacen la política exterior estadounidense. Un país que se proclamó abanderado de la libertad, reclutó como aliados a Franco, Pinochet y Salazar, a los generales brasileños, griegos, indonesios, coreanos, paquistaníes y turcos, al sha de Irán y, tras su destitución, al enemigo de la revolución iraní, a Sadam Husein. En semejantes compañías, Sharon es un personaje secundario. Israel fue un aliado militar muy estimado en la guerra fría, sus Fuerzas Armadas probaban los sistemas de armamento, y sus servicios secretos llevaban a cabo operaciones que la CIA no podía emprender. El que entonces era enemigo de la influencia soviética en Oriente Próximo ahora es un adversario de las variantes de panislamismo y arabismo.

No hay partidarios más firmes de la alianza con Israel que los burócratas, ideólogos y funcionarios estadounidenses que consideran un deber de EE UU la hegemonía imperialista. La mayoría de ellos no son judíos, aunque algunos están influidos por el respeto calvinista hacia el pueblo del Antiguo Testamento. (Los estadounidenses más acérrimos defensores del Gran Israel son algunos de los integristas protestantes.) Incluso los magnates tejanos del petróleo, ahora instalados en la Casa Blanca, molestos por las impertinencias de la familia real saudí y por las quejas de los emires, consideran a Israel un aliado indispensable. El 11-S ha fortalecido la cooperación de la comunidad judía con los más partidarios del unilateralismo de la política exterior estadounidense. Los esfuerzos de

Clinton por lograr la paz son un recuerdo incómodo para muchos defensores de Israel.

En su esfuerzo por estabilizar las relaciones con la URSS, Kissinger y Nixon fueron objeto de la más acérrima oposición por parte del lobby israelí, que insistía en que la libertad de emigración para los ciudadanos judíos soviéticos fuera una prioridad de la política exterior estadounidense. Richard Perle fue uno de los arquitectos de esa campaña y un enemigo decidido de los acuerdos para el control de armas. En su calidad de alto consejero del Gobierno, hoy define como 'terroristas' los movimientos y regímenes que Israel pretende eliminar. Y en esta ocasión, un Gobierno republicano es muy receptivo a estas ideas, porque pretende separar a los votantes judíos de California y Nueva York del Partido Demócrata. Este partido es prácticamente esclavo del lobby israelí, una de sus principales fuentes de financiación. Lo que constituye uno de los factores de su incapacidad para ofrecer una alternativa al proyecto de Bush de expansión ilimitada del poder estadounidense. Un número significativo de demócratas han abandonado la tradición del New Deal y la Gran Sociedad de Lyndon Johnson. El movimiento para la regulación social de la globalización económica, la defensa del estadounidense de a pie frente a las depredaciones del mercado, no levantan ya sus pasiones. El cambio en el carácter distintivo social de la comunidad judía estadounidense tiene importancia en este proceso. Piensen en el principal político judío de la nación, el senador de Connecticut Joseph Lieberman, que se presentó a la vicepresidencia con Gore. Dejando al margen sus exhibiciones públicas de piedad, está al servicio de las grandes empresas financieras concentradas en su Estado, y ha exigido abiertamente la guerra contra Irak. El que sea un firme candidato demócrata a la presidencia en 2004 prueba la división de la unión que se daba en el siglo XX entre la reforma social estadounidense y el acervo judío.

Sólo un historiador con acceso a archivos y expedientes que hoy no son públicos podrá valorar en el futuro la influencia exacta del lobby israelí. Baste ahora con decir que no es pequeña. Su eficacia en el Congreso, en los medios de comunicación y en las universidades es considerable. A sus detractores se les suele tachar de antisemitas si no son judíos, o de aversión a su propia identidad si lo son. Su actual influencia se debe a la coincidencia de sus objetivos con los de la élite imperial. Afirmar que estos objetivos no redundan en beneficio de la nación estadounidense asombraría a la mayoría de los estadounidenses, en el caso de que llegaran a oírlo alguna vez. Una cuestión que el lobby israelí no se plantea es si el papel que se ha asignado a Israel como instrumento de la política exterior estadounidense beneficia a los intereses del Estado israelí.

Los europeos demostrarían que se toman en serio su responsabilidad en el holocausto insistiendo en que Israel abandone su marcha hacia la autodestrucción. Si Israel prosigue su campaña contra los palestinos, sin duda se desencadenará una violencia incontenible y la posterior expulsión de los árabes de Cisjordania. Eso engendrará una guerra permanente entre Israel y los Estados árabes y musulmanes. De momento, y a pesar del heroísmo moral de los objetores de conciencia israelíes uniformados, Israel no es capaz de variar de curso. Uno entiende por qué tantos israelíes con estudios y talento planean emigrar. Lamentablemente, Masada no es sólo un lugar turístico: el mito se ha hecho realidad.

Lo primero que los europeos necesitan para ser eficaces en Oriente Medio es independizarse de Estados Unidos. Patten y Solana, de la Unión Europea; los ministros de Asuntos Exteriores británico, francés, alemán, español y sueco, y el primer ministro francés han criticado a Estados Unidos en las últimas semanas. (El canciller alemán, en una entrevista con The Washington Post, secundó con tanta ceremonia la política estadounidense que sonaba a ironía). La retórica se va haciendo cada vez más fuerte, pero nadie ha tenido el valor de proponer el cierre del espacio aéreo y del acceso a las bases europeas si Estados Unidos ataca a Irak. Mientras los europeos no den muestras de seriedad, Estados Unidos los tratará con desdén paternalista.

En la reciente reunión de ministros europeos de Exteriores, celebrada en España, se pospusieron las propuestas para el reconocimiento de un Estado palestino, para la celebración de elecciones palestinas y para una nueva conferencia de paz sobre Oriente Próximo, siguiendo el consejo de Estados Unidos. El Gobierno de Bush ha dado a Sharon el poder de veto sobre la propia política norteamericana: ¿también los europeos aceptan ese sometimiento? Los europeos rechazaron la vana idea de que Arafat debía ser eliminado, pero no han ejercido ninguna presión efectiva sobre Israel para que cambie de comportamiento. La Unión Europea es el mayor socio comercial de Israel. (Una cosa es Masada, y el déficit del comercio exterior otra muy distinta.) A la UE se le debe una indemnización por la destrucción a manos de Israel de la infraestructura palestina pagada por ella. Los ciudadanos de Israel viajan libremente a los países de la UE, mientras que los palestinos tienen dificultades para moverse dentro de su propio país. Los ejércitos de la UE mantienen relaciones con el de Israel, que actúa en Cisjordania como las tropas de Milosevic en Kosovo. ¿Carecen verdaderamente los europeos de la capacidad de convencer a Israel de que su política tiene un coste?

Hay un número considerable de israelíes que se niegan a aceptar que la lección del holocausto sea que la moralidad en la política es una debilidad propia de sentimentales. Piensan, con razón, que una política darwiniana nos condena a todos a la noche moral eterna. Acogerían de buen grado una iniciativa europea inequívoca en Oriente Próximo. Incluso podría animar a los estadounidenses que critican la cínica explotación que Bush hace del conflicto, entre ellos muchos judíos, a abandonar su actual pasividad. Sería de ayuda resucitar los antiguos proyectos para la reconstrucción social y económica de Oriente Próximo. En ese contexto, se podría pedir a la comunidad judía estadounidense que hiciera su aportación para compensar a los árabes desplazados. Hay incontables iniciativas más que son plausibles, incluida la ampliación del papel de Naciones Unidas. La mera discusión acerca de una fuerza de paz internacional en Cisjordania tendría consecuencias positivas. Los europeos tienen recursos económicos y políticos que no han estado muy dispuestos a emplear. Por encima de todo, tienen que hacer un esfuerzo de imaginación moral y política. Cuando los autodenominados realistas engendran un aumento del caos y la muerte, una visión de transformación radical puede ser la más realista de las políticas.

Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Universidad de Georgetown.

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