Las dianas del arquero
En el caso de José Ortega Spottorno, el 'deber ser' de su existencia coincidió con el 'ser' de su biografía
Contaba Eduardo Ortega y Gasset desde su exilio en Venezuela tras la guerra civil que su hermano José había elegido ya durante su temprana adolescencia el lema que guiaría su futuro: 'Seamos con nuestras vidas como arqueros que tienen un blanco'. Aceptada esa meta, la existencia personal de cada cual cobrará retrospectivamente un especial significado si la memoria colectiva conserva la huella de los proyectos realizados, especialmente cuando su inspiración era generosa y solidaria. La biografía de José Ortega Spottorno como editor de libros, revistas y periódicos muestra no sólo que eligió desde muy joven las dianas de su vida, sino que además logró dar en el blanco.
Los candidatos por excelencia -en el ámbito de la cultura- a ese género vicario de inmortalidad que es la fama son filósofos, ensayistas, investigadores, músicos, poetas, artistas, cineastas o narradores cuya obra creativa hace mejores, más sabios o menos infelices a sus contemporáneos y a sus descendientes. Pero la división social del trabajo también concede un lugar en ese olimpo -aunque sea secundario- a quienes consagran vocacionalmente su vida a difundir, conservar y promover las obras ajenas. Abstracción hecha de que sólo los especialistas conozcan hoy los nombres de Tito Pomponio Attico (el editor romano de Cicerón), Aldo Manucio (el maestro veneciano que convirtió el invento de Gutenberg en un instrumento de las bellas artes) y Juan de la Cuesta (impresor de El Quijote), los tres fueron en su época mediadores imprescindibles entre los autores y los lectores.
José Ortega Spottorno se licenció como ingeniero agrónomo, pero pronto compatibilizó el ejercicio de esa profesión con una dedicación vocacional a la industria cultural. También cultivó la escritura, desde la novela y los cuentos a las colaboraciones periodísticas, pasando por la historia: Historia probable de los Spottorno y Los Ortega (Taurus, 2002). Pero su móvil principal fue continuar primero las instituciones creadas por su padre (la publicación mensual Revista de Occidente, fundada por José Ortega y Gasset en 1923, y la editorial del mismo nombre) y promover proyectos propios inspirados en el ejemplo paterno.
Conocí a José Ortega Spottorno a finales de los cincuenta o a principios de los sesenta: tras la muerte de su padre en 1955, se hizo plenamente cargo de la editorial Revista de Occidente (a la que había puesto de nuevo en funcionamiento tras el paréntesis de la guerra civil) y emprendió una tesonera batalla con la censura para que la publicación mensual fuese autorizada tras casi tres décadas de silencio. Alcanzado en 1963 ese objetivo, José Ortega Spottorno acometió la tarea de crear una colección de libros de bolsillo capaz de superar en calidad y presentación a la colección Austral (la idea de relanzar en Argentina la Colección Universal de la preguerra correspondió a José Ortega y Gasset, que había asesorado a Nicolás Urgoiti en la creación de Calpe en 1919): el resultado fue la fundación en 1966 de Alianza Editorial, con Jaime Salinas (que había tratado de asociarse con Gallimard para idéntico objetivo), José Vergara Doncel y otros inversionistas como socios. El espíritu liberal de Ortega Spottorno otorgó un amplísimo ámbito de autonomía a sus colaboradores (como podemos testimoniar quienes trabajamos a su lado) y abrió el catálogo de la editorial a todos los autores, obras y corrientes de creación y pensamiento sin otro criterio que la calidad. Y no fue un mérito menor la confianza que depositó en Daniel Gil como director artístico de Alianza, encargado de realizar con plena libertad su revolucionario trabajo de portadista y maquetista.
Hoy puede parecer grotesco que La Regenta volviese a los escaparates en una edición barata (100 pesetas era su precio) gracias a Alianza o que la edición en bolsillo de las obras de Marcel Proust o de Sigmund Freud fuese visto entonces como una audacia. No resultó fácil ir construyendo el catálogo. La censura franquista se distinguió siempre por su cerrilidad. La Ley de Prensa de Fraga, que había derogado en 1966 la normativa de guerra vigente desde 1938, permitía sustituir la censura previa de los manuscritos o de las galeradas de los libros por el depósito en ventanilla de la obra impresa y encuadernada, con el riesgo de sufrir un costoso secuestro administrativo. José Ortega Spottorno jugó a fondo la carta del hecho consumado, esto es, del depósito del libro terminado, pese a los sustos y quebraderos de cabeza proporcionados por ese sistema. La reedición de Mi viaje a la Rusia sovietista, de Fernando de los Ríos, dio lugar a un insólito episodio: el Ministerio de Información amenazó con el secuestro de la tirada si no se cambiaba la página 7 del libro (en la que Fernando de los Ríos dedicaba la obra al Partido Socialista Obrero Español) por otra casi idéntica que dejara constancia de que no era el editor de hoy, sino el autor, ya fallecido, el responsable de la dedicatoria. Peor suerte corrió un libro de ensayos de Kolakowski titulado El hombre sin alternativas: tuvo que aguardar a la muerte de Franco para salir del zulo de su secuestro.
La colección El Libro de Bolsillo fue un gran éxito que permitió a la editorial ampliar sus colecciones (Alianza Universidad, Alianza Literatura, Alianza Forma, etc.) y llegar a nuevos lectores. Quienes participamos con José Ortega Spottorno en el proyecto de Alianza, que cambió de rumbo en 1989 a consecuencia de la venta de la empresa, tendemos a creer en los momentos de mayor optimismo y menor modestia que la generación de la transición se hizo adulta con su catálogo; en cualquier caso, nuestro trabajo no tenía como móvil principal la maximación de la cuenta de resultados y la búsqueda oportunista de best-sellers.
Después de Alianza, a José Ortega Spottorno le quedaba todavía un proyecto para rendir homenaje a la memoria de su padre como promotor cultural. José Ortega y Gasset -hijo de José Ortega Munilla, director de El Imparcial, y nieto de su fundador, Eduardo Gasset- no fue el gestor empresarial de El Sol: esa tarea le correspondió a Nicolás Urgoiti, una notable personalidad estudiada por Mercedes Cabrera en un magnífico libro (La industria, la prensa y la política, 1994). Pero la historia familiar del catedrático de Metafisica de la Universidad Central le incitaba a participar en ese tipo de aventuras: 'Aunque soy muy poco periodista, nací en una rotativa'. Por lo demás, la actitud de Ortega hacia la prensa diaria fue ambigua y en ocasiones adoptó formas agresivas; en Misión de la Universidad, tras afirmar inconvincentemente por coquetería que 'tal vez no sea yo más que un periodista', Ortega rebajó los humos de sus compañeros de ocasión: el periodismo ocupa 'el rango inferior' de la 'jerarquía de las realidades espirituales' y rezuma una 'espiritualidad ínfima'. Sin embargo, Ortega desempeñó un papel crucial en el éxito y la influencia del diario; algunos editoriales del periódico durante sus años iniciales llevan la huella de su pluma. 'De nueve a diez de la noche, todos los días, en la sede de El Sol de la calle Larra, se reunía Nicolás Urgoiti con Félix Lorenzo, el director, con Ortega y Gasset y otros colaboradores': la mala uva de los medios políticos y periodísticos madrileños bautizó ese cónclave con el despreciativo nombre de Olimpo. En las páginas del periódico publicó Ortega en entregas libros tan importantes como El tema de nuestro tiempo y La rebelión de las masas; el artículo seguramente más influyente salido de su pluma, publicado el 15 de noviembre de 1930 ('El error Berenguer'), contribuyó no sólo a la proclamación de la II República, sino también al golpe de mano empresarial que forzó, tres semanas antes de la caída de Alfonso XIII, la expulsión de El Sol de Urgoiti, Lorenzo, Ortega y otros redactores y colaboradores.
La última diana de José Ortega Spottorno -que había abandonado Alianza en 1977 para dedicarse por entero al nuevo proyecto- era promover un periódico que continuase la tradición de El Sol adaptada a los nuevos tiempos: el diario EL PAÍS salió a la calle el 4 de mayo de 1976 con su nombre en la mancheta como presidente del Consejo de Administración. El Sol había tenido a gala silenciar las corridas de toros, que no eran, a su juicio, la fiesta, sino el vicio nacional; EL PAÍS rompió ese precedente (para fortuna de los admiradores de Joaquín Vidal), pero hizo el guiño compensatorio de prescindir de las crónicas de boxeo (para desconsuelo de Eduardo Arroyo). Designado en 1984 presidente de honor, José Ortega Spottorno continuó colaborando en el periódico hasta los últimos días de su vida. Pero, como hubiese escrito Rudyard Kipling, EL PAÍS es otra historia.
'Toda una vida es, más o menos, una ruina entre cuyos escombros tenemos que descubrir lo que la persona tenía que haber sido', escribió José Ortega y Gasset en 1932 en su melancólico homenaje a Goethe con ocasión del primer centenario de su muerte. En el caso de José Ortega Spottorno, sin embargo, esa reconstrucción arqueológica resulta innecesaria: el deber ser de su existencia coincidió con el ser de su biografía.
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