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Columna
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Del dicho al hecho

Estados Unidos fue concebido por los padres fundadores a finales del siglo XVIII como una isla de libertad frente a la tiranía representada por las monarquías absolutas europeas de la época. Los redactores de su Constitución, la Carta Magna en vigor más antigua del mundo, eran en su mayoría descendientes de europeos perseguidos por sus creencias religiosas, que emigraron a las costas atlánticas estadounidenses en busca de esa libertad que se les negaba en sus países de origen. Por eso, libertad individual y desconfianza hacia un Estado fuerte constituyen las características más acusadas del carácter norteamericano. Y, por eso, en todos los discursos sobre el Estado de la Unión, pronunciados ininterrumpidamente por los presidentes estadounidenses desde la inauguración de George Washington el 30 de abril de 1789, las invocaciones presidenciales a los términos 'libertad' y 'democracia' son constantes.

El 43º presidente de Estados Unidos no iba a ser menos que sus antecesores. Y, junto a la explosiva definición de Irak, Irán y Corea del Norte como 'eje del mal', incluyó en su discurso ante el Congreso un catálogo de conducta para los países que aspiren a gozar del favor de Washington. El catálogo incluye 'demandas no negociables' a favor del 'imperio de la ley, la propiedad privada, el respeto a la mujer, la justicia para todos, la libertad de expresión y la tolerancia religiosa'. ¿Significa esa enumeración de valores, derivada del idealismo subyacente en el pensamiento de presidentes tan distintos a Bush como Jefferson, Lincoln y Wilson, que los países que no los observen engrosarán inmediatamente el famoso 'eje del mal'? Sencillamente, no. Entre otras razones, porque aliados muy cercanos y necesarios, como Arabia Saudí y las monarquías del Golfo, Pakistán y las repúblicas ex soviéticas del Asia Central, por citar sólo algunos, violan en parte o en su totalidad ese catálogo. Bush ha expuesto una lista de máximos que, luego, las necesidades geoestratégicas del momento se encargarán de pulir. Del dicho al hecho, va mucho trecho.

Lo que nos lleva a aplicar la misma deducción a la controvertida afirmación axial. Dejando claro que Bush está en su derecho de alertar al mundo sobre los peligros de las armas de destrucción masiva -algo molesto para algunos países que piensan más en sus intereses comerciales que en la seguridad mundial-, no parece que, por el momento, Estados Unidos prepare un golpe militar inmediato contra Irán, Corea del Norte o Irak, salvo acciones suicidas impensables por parte de esos países, conscientes de que están en el ojo del huracán. El más firme candidato a una acción futura es Sadam Husein, derrotado en la guerra del Golfo por otro Bush, que sigue empeñado en desafiar las resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas sobre producción de armamento letal. Que no sólo los halcones de la actual Administración le tienen ganas sería negar la evidencia. Pero, a pesar de las afirmaciones de los partidarios de la intervención, la reproducción en Irak de una campaña similar a la de Afganistán sencillamente no es posible desde el punto de vista militar, a no ser que Washington reuniera una fuerza similar a la congregada por Bush padre durante la guerra del Golfo (500.000 efectivos), algo impensable en los momentos actuales.

Aparte de la negativa europea y árabe a acompañar a Washington en una acción unilateral con el único propósito de derrocar a Sadam, se olvida un elemento decisivo para poder desarrollar con éxito un ataque contra Irak. Ese elemento no es otro que Turquía que, por razones de política interior, ya ha anunciado su negativa a que se arme a los kurdos iraquíes para que actúen como lo hizo la Alianza del Norte en Afganistán. Y sin Turquía y la vital base de la OTAN en Incirlik, el fracaso está asegurado. Claro que Sadam es impredecible y puede, incluso, tratar de forzar un ataque del satán estadounidense manteniendo su negativa a las inspecciones de Naciones Unidas. Esta vez no sería tan afortunado como en 1991.

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