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Columna
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La moda de legislar sin calidad

Miguel Ángel Fernández Ordoñez

La LOGSE se propuso garantizar a todos los españoles un periodo formativo común de 10 años, de tal forma que después se incorporaran a la vida activa, a la formación profesional o al bachillerato. Esa extensión de la formación común obligatoria, en la medida en que significaba atender a los grupos de población más desfavorecidos, hubiera requerido dotar suficientemente los programas compensatorios, de castellanización, de diversificación, etcétera, para que los centros públicos, que son los que atienden preferentemente a esa población, pudieran cumplir adecuadamente con el objetivo de la ley. Pero no se pusieron los recursos, y los problemas para alumnos, padres y profesores son evidentes.

Aunque es difícil averiguar las soluciones que unos y otros proponen, parece que la del Gobierno es reducir la formación común a ocho años, y la del partido socialista, mantener el objetivo de los 10 años de formación común, dotando de medios suficientes para conseguirlo. Ambas propuestas tienen efectos económicos que es interesante observar. La propuesta del Gobierno supone un ahorro en gasto público por una doble vía. En primer lugar, se ahorra gasto en el tramo de los 14 a los 16 años, porque es mucho más costosa la formación común a individuos que son hijos de inmigrantes o de padres con escasa formación o medios, que la proporcionada a hijos de españoles de mayor nivel de estudios y medios económicos, si se quiere mantener la misma calidad en los resultados. Pero es que, además, al desviar a parte de la población de 14 años hacia la formación profesional, se dificultará el acceso al bachillerato y a los estudios superiores, y puesto que estas enseñanzas están también subvencionadas, el Estado se ahorrará otra cantidad importante de gasto al disminuir el número de estudiantes de estos niveles.

Desde el punto de vista de su incidencia en el gasto público, no cabe duda que la solución del Gobierno es muy superior a la socialista. Sin embargo, desde el punto de vista de los efectos en la productividad, sucede todo lo contrario. La educación no es una variable suficiente para explicar el crecimiento, pero cuando se combina con otros factores, como la apertura del comercio internacional, la mayor competencia en los mercados de bienes y servicios, el respeto al Estado de Derecho, etcétera, se observa una relación clara entre el nivel de estudios y el de renta. España tiene un 32% de población adulta con estudios por encima de los primarios, mientras que el Reino Unido tiene un 60% y Suecia un 70%. Cuando los padres quieren para sus hijos el nivel más alto posible, actúan racionalmente porque la tasa de paro es menor cuanto mayor es el nivel educativo, y también el nivel salarial es mayor cuando el nivel educativo es mayor. Por tanto, para comparar las dos soluciones habría que examinar si las ganancias de productividad compensan los perjuicios económicos.

La propuesta del Gobierno también puede ser perjudicial para el erario público. Un mayor nivel de educación y de igualdad social proporciona, por ejemplo, mejores niveles de salud y menores índices de delincuencia, aunque, como sucede con el crecimiento, existan otros factores determinantes. Un menor gasto en educación hoy puede llevar a aumentar el gasto público mañana en sanidad o seguridad ciudadana.

Frente a criterios como el de la cohesión social, aspectos como la productividad o el gasto público son secundarios para decidir una reforma educativa, pero éstos se podían haber considerado en ese libro blanco que nunca existirá y donde también se podrían valorar los pros y los contras del modelo continental con repeticiones todos los años frente al anglosajón, o la valoración de una única prueba de selectividad frente a una prueba general a la que se añadan otras pruebas para entrar en la Universidad. Pero ahora los vientos soplan por legislar sin preparación, sin libros blancos. A lo mejor, antes que la Ley de Calidad de la Educación, el Parlamento debería aprobar una Ley de Calidad de las Leyes.

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