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Columna
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La claudicación

Josep Ramoneda

Visto desde el centro del poder multinacional, el cierre de la planta de Lear en Cervera no es más que un incidente de recorrido. Uno de tantos episodios de reajuste, de un modelo de competitividad llamado deslocalización basado en unos costes laborales bajísimos. Deslocalización significa simplemente ir a donde la mano de obra sea más barata. Desde la cúspide, la orden de cierre baja hasta el último eslabón de la cadena de mando, el encargado de comunicarla a los trabajadores, con la frialdad e indiferencia del que dice que hay que parar y bajar del coche porque hay baches en la carretera. Éste es el valor que se concede al factor humano en el proceso de globalización.

Visto desde cerca, la foto ampliada se convierte en un verdadero retrato -con toda la crudeza- de los efectos directos -nada colaterales- de un proceso al que la política no puede o no quiere poner orden y control. Porque de lo que acaba de ocurrir en Cervera algunas cosas quedan claras: que ni siquiera la Europa avanzada está a salvo de los ángeles exterminadores de la globalización; que hay un desequilibrio enorme entre los protagonistas -empresa, trabajadores y entorno-, porque unos tienen todos los beneficios y los otros sólo obligaciones; y que las instituciones políticas -la Generalitat, el Gobierno español- se declaran impotentes para defender equilibradamente los intereses de unos y otros. Una impotencia que muchas veces parece directamente complicidad.

Cada peldaño que un país o una empresa sube en el universo global quiere decir tener más gente y más países a su disposición para optimizar los procesos de producción, lo que dicho sin eufemismos significa para emplear -explotar- trabajadores a precios de miseria. Algunas empresas catalanas practican el mismo modelo, haciendo producir sus productos en Andalucía, en Portugal, o en lugares del Tercer Mundo. Y dentro de Cataluña el Gobierno de Generalitat ha promocionado la deslocalización interior, lo que da enormes diferencias salariales entre los ciudadanos de Cataluña y asegura zonas de reserva con fuerza de trabajo a bajo coste.

El hilo que separa el trabajo de la explotación es muy fino. En algunos casos la sola diferencia de nivel de vida hace rentable esta descentralización productiva a la vez que ayuda a crear riqueza en estos países, pero en otros la presión de las empresas se traduce en salarios de miseria y explotación sin paliativos. La autocomplacida Cataluña es para algunas multinacionales americanas tierra prometida de salarios bajísimos. Así lo ha entendido Lear en Cervera, con salarios claramente inferiores a la media nacional. El Gobienro de un país tan celoso de su dignidad debería ser capaz de hacerla respetar, también por las multinacionales. O, por lo menos, intentarlo.

La empresa Lear había llegado a emplear a 2.000 personas, lo cual en una comarca como la Segarra la convertía en un factor decisivo para la sostenibilidad económica de la zona. A pesar de los bajos salarios, a pesar de escarmientos anteriores, las autoridades dieron todo tipo de facilidades a Lear para que se instalara allí. Terrenos a precio de saldo, infraestructuras, subvenciones, Lear arrambló con todo, porque estas empresas tienen el poder de amenazar permanentemente con ir con la música a otra parte, porque siempre habrá una comarca esperando estos salarios miserables como agua de mayo. Las autoridades locales y autonómicas hicieron cuanto estuvo en su mano para Lear. Y, sin embargo, no hay por parte de Lear el más mínimo signo de compensar lo que se hizo, de reparar el desastre que provoca con su marcha. Sin duda, es imputable a la voracidad de la empresa. Pero ya somos un poco mayores para sorprendernos de estas cosas. Los gobernantes deberían ser capaces de ponerse de acuerdo para exigir unas condiciones y contrapartidas que impidieran que una empresa coja todo lo que le ofrecen y se largue cuando le da la gana.

Es un principio extendido entre los políticos que no hay que perder el tiempo en problemas que no se pueden resolver. No vale para este caso. Porque sí pueden hacer más de lo que dicen: condicionando las ayudas, vigilando los salarios y buscando inversiones de calidad que hagan subir el nivel en vez de bajarlo. Así hay que hacerlo si se quiere gobernar políticamente la globalización. Lo demás es literatura de la resignación, claudicación de la política ante el chantaje empresarial. La respuesta ya la sabemos: 'si no, se van a otra parte'. Parapetarse en ella no conduce a nada más que a seguir el ciclo exterminador: que venga una nueva empresa, que se le den todas las facilidades y que vuelva a dejar a todo el mundo en la calle. Lear ha durado en Cervera tres años. ¿Qué se lleva y qué deja? El juego no puede ser tan desigual.

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Hace tiempo que se veía venir el desastre. En los últimos meses habían despedido ya a varios centenares de trabajadores. Y el Gobierno catalán mirando a otra parte. ¿Tan deteriorada está la condición política y económica de Cataluña que no puede plantar cara -es decir, poner elementales condiciones- a las empresas que vienen aquí a sacar todo lo que pueden? Lo más terrible de todo esto es ver cómo todos -empresa, dirigentes políticos e incluso buena parte de los trabajadores- lo asumen como un imponderable, como si fuera un fenómeno inevitable de la naturaleza, contra el que no se puede hacer nada. Todos han aceptado que esto funciona así y que no hay otra manera. Es el éxito del globalismo -la ideología de la globalización- que impone como una fatalidad lo que no es más que una estrategia empresarial, con responsables, que tienen nombres y apellidos que se parapetan en la distancia y en un poder que nadie quiere limitar. La fatalidad seguirá mientras la política decida seguir de vacaciones en estos temas. En este panorama las palabras del concejal Ramon Sisquella -'No esperaba tanta ingratitud'- suenan a clamorosamente ingenuas, pero las del presidente de la Generalitat, dando el cierre por inevitable, resultan de una dejadez preocupante. Ante tanta claudicación, habrá que empezar a preguntar para qué sirven los gobiernos.

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