¿Qué está en crisis en Argentina?
Cuando la economía española sufrió la dura recesión de principios de los noventa -la más profunda quizá desde la década de los cincuenta-, hablamos de recesión, pero no de crisis de sociedad, porque el modelo de sociedad en que vivíamos nos parecía correcto: sólo hacían falta algunos ajustes.
En el caso de Argentina, hablamos no sólo de depresión económica, sino de una verdadera crisis. Bien, pero ¿qué quiere decir esto? El lector habrá oído y leído comentarios no siempre favorables sobre el pueblo argentino, desde que les gusta más gastar que trabajar (¿a quién no?) hasta que son poco solidarios o que prefieren cargar en los demás las responsabilidades y los costes de sus acciones (lo que suele llamarse, en argot económico, riesgo moral).
Me contaba un colega que viajó hace unos meses a Argentina que había hablado con buenos economistas, doctores por las mejores universidades norteamericanas, que le decían que acababan de pedir una hipoteca en dólares. Mi amigo les preguntaba: 'Pero ¿no te das cuenta de que el peso se va a devaluar y vas a tener que pagar muchísimo más de lo que recibiste por tu hipoteca?'. Y ellos le contestaban: 'Sí, es verdad. Pero esto lo estamos haciendo todos los argentinos. Y el Gobierno no puede permitir que todos los argentinos nos declaremos en quiebra'.
Puede ser una anécdota, pero me temo que es, más bien, reflejo de la naturaleza de aquella crisis social. Vista desde fuera, la sociedad argentina está enferma porque permite, más aún: fomenta, ese tipo de conductas. El gasto público crece y crece, porque es más fácil vivir del subsidio que del trabajo personal. El gasto de las provincias crece y crece, porque es más fácil vivir del Gobierno central que sacar del fuego las castañas propias. Los sindicatos, muy poderosos, se han convertido en formidables mecanismos de defensa del puesto de trabajo y del nivel de vida propio, a costa del desempleo de los demás.
Los gobiernos son corruptos, porque los votos se ganan ofreciendo ventajas fáciles a los electores, en lugar de proponerles metas ambiciosas aunque costosas. El pago de impuestos no es una costumbre cívica, porque el uso que se hace de esos impuestos es también corrupto. Y si no se pagan los impuestos justos, el sentido de solidaridad no está presente: mi palo aguanta su vela, que no me hagan aguantar la de los demás.
'La culpa es de los políticos, claro', me dice el lector.
Bueno, no me cabe la menor duda de que los políticos argentinos han estado muy lejos de mostrar la categoría moral necesaria para cumplir dignamente con su deber. Pero es muy fácil echar la culpa a los políticos, que, en definitiva, han recibido el voto de los ciudadanos.
'Luego la culpa es de los ciudadanos', concluye el lector.
Tampoco me atrevería a afirmarlo, porque no creo que los argentinos sean de una pasta ética distinta de la nuestra. Si nos lo permitiesen, nosotros también seríamos vagos y egoístas, viajaríamos sin billete, no pagaríamos los impuestos y emprenderíamos acciones arriesgadas con la esperanza de que, si las cosas salían bien, nos llevaríamos nosotros los beneficios y, si salían mal, otros cargarían con las pérdidas.
'Bueno, entonces, ¿quiénes son los culpables? ¿Los bancos, las multinacionales, el capitalismo...?', me pregunta, perplejo, el lector.
Éste ha sido el diagnóstico fácil del Gobierno y de algunos medios de comunicación argentinos. Demasiado fácil. Y peligroso, porque la reconstrucción de la convivencia nacional en una época de crisis sólo puede basarse en la verdad. Y no es verdad que ésos sean los culpables de la crisis.
Entre todos la mataron y ella sola se murió. El dicho popular nos sugiere una explicación del problema. Los gobiernos populistas de hace unas décadas prometieron una vida regalada con poco esfuerzo y sin riesgos. Y los ciudadanos sucumbieron a sus falsas promesas. Aquello funcionó durante un tiempo, pero duró poco.
Los sucesivos intentos de seguir viviendo de esa manera llevaron a la hiperinflación, al exceso de deuda y a la triste situación actual. Y siempre con un reparto de responsabilidades similar entre Gobierno y ciudadanos.
Lo que ahora hace falta es que los argentinos sean capaces de corregir sus instituciones para que ya no puedan volver a vivir de los capitales exteriores y de la sopa boba del Gobierno, sino que se pongan a trabajar en serio, a asumir sus propios riesgos y sus propias responsabilidades. Y esto es tarea de todos. Los intelectuales, que dejen de buscar culpables ideológicos y se apliquen a la tarea de buscar soluciones. Los gobiernos, que hablen claro, digan la verdad y propongan las medidas adecuadas, aunque corran el riesgo de perder las elecciones. Y los ciudadanos, que sean capaces de recomponer su talante cívico y moral, aceptando sus responsabilidades.
Antonio Argandoña es profesor de Economía del IESE.
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