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Columna
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Resistencias

¿Es inevitable tener un oído desengañado para auscultar la política vasca? Ante los constantes anuncios de movimientos, a uno le entra el desaliento al comprobar lo poco que han cambiado las cosas desde que empezaron a cambiar. Puede que se trate de una extrapolación psicológica. El desasosiego permanece invariable y de ahí, quizá, la impresión de que lo que lo produce se mantenga igual a sí mismo a través de los años. El cansancio aún agrava las cosas. Queda el consuelo de pensar que las crisis son con frecuencia anuncio de una curación y que el cansancio trata también de hallar sus remedios, que se imponen sin darnos cuenta hasta que se desmorona el muro y respiramos aliviados sin saber cómo nos ha sobrevenido el bienestar.

La política vasca de los últimos 20 años siempre ha vivido bajo el augurio de micromovimientos que parecían llevar las aguas a buen cauce. Algo se movía siempre en ese mundo fatídico de la violencia, pero veíamos cómo año tras año las cosas seguían en sus trece y tendíamos a sospechar que la esperanza era un equivalente de la fatalidad, es decir, que se avistaban y anunciaban movimientos para justificar justamente la inmovilidad. Habíamos alcanzado un cierto statu quo con cotas de violencia que se decían soportables y que venían a compararse con la de una noche en Harlem para dejarnos tranquilos. Teníamos un gobierno mixto -o transversal- estable, entre media y una docena de cadáveres al año, algún secuestro, no había kale borroka y salíamos de la crisis económica con cierta holgura. Un panorama esperanzador con un único escollo, el de la violencia, que parecía acotado y condenado a consumirse poco a poco por la lógica misma de los hechos. Un panorama para la nostalgia.

Y sin embargo, algo cambió y dio al traste con ese paisaje idílico que los nostálgicos tal vez debieran repensar. De pronto los gobiernos mixtos se rompen, la violencia terrorista se recrudece, la kale borroka se agudiza, estalla una división frentista que hasta entonces siempre había sido evitada. Y curiosamente, son los partidos que protagonizaban la estabilidad, y que ahora dicen añorarla, quienes dan el giro y rompen el statu quo establecido. Se dan cuenta de que aquella estabilidad no les beneficiaba, que algo está ocurriendo que puede llevarlos al ostracismo. El detonante para esa toma de conciencia será Ermua, pero las cosas estaban cambiando desde bastante antes. El statu quo se desmoronaba: los socialistas perdían votos y diputados elección tras elección, el PNV se mantenía estancado gracias a los votos y diputados que perdía EA también elección tras elección, la entonces Herri Batasuna languidecía igualmente. Lo que parecía responder a los anhelos de la sociedad vasca enseñaba de pronto sus grietas: el velo del sueño mostraba de repente su condición de tal.

Lo que estaba ocurriendo se movía en realidad de forma soterrada. Y lo hacía gracias a la estabilidad procurada por el gobierno tripartito y debido también a sus deficiencias. La estable disminución del crimen hace posible que surjan diversos movimientos pacifistas y esa audacia hace emerger lo que se ocultaba callado, la voz de aquellos para quienes no se estaba gobernando. La transversalidad dejaba excluidos y lo hacía porque el tripartito practicaba una política esencialmente nacionalista. Si aunamos a ello la presencia del gendarme ETA, marcando un horizonte maximalista que fija siempre el ámbito de lo posible en el marco y las aspiraciones de los nacionalistas, podremos quizá comprender las dimensiones de ese reducto del silencio. Se baraja la cifra de 200. 000 personas que habrían abandonado Euskadi en los últimos 12 años por razones políticas. La cifra es escandalosa y las causas no pueden ser sólo achacables a ETA.

La transformación de este país en los últimos veinte años ha sido brutal. Ha propiciado un cambio social y la irrupción de una casta con un poder desmesurado y con el monopolio de un discurso que sólo ahora empieza a tener réplica. Y no podemos olvidar que es durante esos años que ETA monta a través de toda una red de organizaciones su Estado dentro del Estado, sin que dejemos de preguntarnos cuánto contribuyeron las instituciones a ello. Ese es el statu quo que se resquebraja, digamos que a partir de Ermua como fecha emblemática. Y no es un nuevo partido emergente, que entonces casi no existía, el que provoca la quiebra, aunque luego haya sabido aprovecharse del movimiento y crecer a su costa. Y conocemos la respuesta del nacionalismo: una huida hacia delante, en lugar de un repliegue integrador, que ahora busca apoyo en sus viejos aliados para rematar la faena allanadora. Son sólo apuntes para la reflexión.

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