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Columna
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Aquí nadie es bueno

Con la dimisión y posterior renuncia a la reelección de Nicolás Redondo Terreros para la secretaría general del partido, se ha abierto en las filas del socialismo vasco una crisis notable. El que escribe no se considera analista de estas cosas, pero sí le interesa un fenómeno estrictamente mediático que ha ido germinando alrededor de ese problema. La estructura de medios de comunicación con que cuenta este país condiciona de forma absoluta todos los procesos políticos, internos o externos, que se desarrollan en Euskadi. El devenir político vasco se mueve entre desinformaciones periodísticas, avasalladores manifiestos y veleidosas reflexiones de opinadores foráneos.

El socialismo vasco está experimentando en carne propia la abrumadora marea de insultos y descalificaciones que hasta ahora habían sufrido todos los demás. Digo 'todos los demás' y no 'el nacionalismo' porque, salvo la prosapia democrática del Partido Popular, nunca necesitada de documentos fehacientes, 'todos los demás' ya nos hemos convertido desde hace tiempo en sospechosos habituales. La política (respetable en todas sus vertientes, y admirable en alguna de ellas) de Nicolás Redondo había mantenido al socialismo vasco al margen de la inquisitorial marea tejida por la derecha, pero la caída del ex secretario general ha puesto en conocimiento del pueblo español que también el PSE está infestado de malos vascos.

Ni siquiera la solidaridad ha llevado a respetar a tantas personas amenazadas que, por no comulgar con la línea del PP, padecen ahora las injurias de la prensa más feroz. El entorno mediático lleva camino de anular toda opinión disidente, siempre bajo la socorrida acusación de 'connivencia con el nacionalismo', acusación absolutamente eficaz cuando ya se ha convencido a todo el mundo de que nacionalismo viene a ser igual a ETA. Esto de disentir de La Moncloa se paga ya muy caro: o eres un separatista o un arribista o un cobarde. El acoso incumbe a personas, a gobiernos democráticamente elegidos o a grupos de comunicación que disienten del poder. Muchas comparaciones, más o menos graciosas, se han hecho con el actual inquilino de La Moncloa, pero ninguna ha dado en el clavo: si Aznar se parece a alguien, ése es el senador McCarthy, célebre cazador de brujas comunistas.

Durante las últimas semanas, el que escribe ha leído en prensa una hilera de comentarios insultantes dedicados, por razones diversas, a Rodolfo Ares, Manuel Montero, Odón Elorza o Ramón Jáuregui (recordar a Balza o a Madrazo sería redundante). Un periódico se permite llamar 'proetarras' a colectivos como Salhaketa, Elkarri o Gesto por la Paz, o al Colegio de Abogados de Vizcaya. Es terrible constatar hasta qué punto se ha estrechado el margen para ser vasco digno de confianza. Presuntos demócratas dudan de los resultados electorales del País Vasco aludiendo a la 'cobardía' intrínseca de esta sociedad o al 'tejido de intereses, prebendas y subvenciones del PNV', en un olímpico desprecio a la voluntad popular y asumiendo hasta las heces la argumentación franquista del 'no se os puede dejar solos'.

Con la actual fractura socialista muchos visionarios han llegado a la conclusión de que la mitad de los socialistas vascos no son menos miserables, pendencieros y traidores que el resto de los vascos. Seguros de la intrínseca maldad de Batasuna, persuadidos de que PNV, EA e IU son cómplices de aquéllos, y revelado al fin que la mitad del socialismo vasco es igual de condenable, la verdad resplandece por sí misma: más de tres cuartas partes de los vascos sólo merecen el insulto indiscriminado, el ramplón desprecio a sus ideas (sean éstas cuales sean) y, obviamente, la inminente aplicación de un régimen correccional. Todo eso ni siquiera representa ya una conducta antidemocrática, sino que apunta, en el terreno de las ideas, a una auténtica deriva hacia el racismo. Pocos vascos de confianza como para decir aún que son buena gente y mucha tarea por delante para tanto intelectual a la deriva.

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