Guantanamera
Era previsible que las primeras almas sensibles en alarmarse por el irreversible drama del afeitado de las barbas de los talibanes trasladados a la base norteamericana de Guantánamo fueran aquellos que jamás han hecho reproche al régimen de Fidel Castro por sus detenciones arbitrarias, tortura sistemática, años de reclusión aislada y ejecuciones por capricho. Acontece esto allende esa simple verja y afecta a mucha más gente y en principio toda menos implicada en dar muerte al infiel o menos fiel que esos prisioneros fotografiados en sus monos naranja que tan infinita piedad han suscitado en los últimos días. El sectarismo yeyé de ciertos círculos europeos se rige, ya sabemos, por el principio de que 'el enemigo de nuestro enemigo es nuestro amigo'. Doctrina tan rudimentaria lleva inevitablemente a dislates. Y no sólo en el País Vasco.Dicho esto, es cierto que convertir en realidad los argumentos propagandísticos del enemigo es un profundo error. Y Washington ha vuelto a caer en él. Como tantos otros (o quizás más), creen que se lo pueden permitir. Hay una máxima en la vida que decreta que los errores suelen ser desafortunados.
Después del 11 de septiembre, EE UU ha tenido, y aún tiene, una oportunidad histórica de desmontar las desconfianzas acumuladas a lo largo de más de un siglo en el continente que siempre supuso su referente tanto para la afirmación como para la negación: Europa. Los 'padres fundadores' de ese inmenso éxito que ha sido el proyecto nacional de EE UU llegaron a aquel suelo decididos, por un lado, a hacerse un mundo aislado de Europa, sinónimo para muchos de persecución religiosa, despotismos, violencia étnica, pogromos y otras desgracias. Por otra parte, llevaban a aquellas nuevas tierras unos principios que no podían negar su origen europeo. De ahí la eterna ambivalencia en las relaciones transatlánticas. La Constitución norteamericana es tan europea como la Declaración de los Derechos del Hombre. Pero el Atlántico es muy ancho y las culturas a sus dos orillas son hoy muy distintas.
El 11 de septiembre rompió un mito norteamericano en el que los vapuleados europeos jamás se han podido permitir el lujo de creer que es el de la invulnerabilidad. Los europeos llevamos milenios sabiendo -y comprobando- que algún enemigo externo nos puede asesinar en nuestra propia casa. Los norteamericanos lo saben desde hace apenas cinco meses. Los europeos sabemos que lo que sucede fuera de nuestras puertas nos atañe porque puede repercutir de inmediato de puertas adentro. Los norteamericanos, algunos, empiezan a percibir esa misma sensación de precariedad histórica ahora. No sólo ellos están perplejos ante tan brutal inflexión en la percepción del mundo de la sociedad que se sabe la única superpotencia. Aunque lo será, como todas, transitoriamente.
Por eso EE UU debería extraer lecciones de la percepción de la vulnerabilidad, gran consejera de individuos y naciones. La primera lección está en saber que todos necesitamos aliados, muletas, amigos y ayuda. Para tenerlos es necesaria la reciprocidad. Para que así sea, Washington tiene que entender las sensibilidades ajenas, las de Europa como las del pueblo palestino, las de los musulmanes en general como las latinoamericanas. George Bush, por no hablar de Ariel Sharon, no puede garantizar la invulnerabilidad de su país. Por eso Washington tiene que actuar de forma asimilable por sus aliados. Y esto excluye los castigos bíblicos, no sólo la pena de muerte. Los talibanes en Guantánamo no tienen por qué ser tratados con cariño. Pero son prisioneros de guerra bajo la Convención de Ginebra o son individuos sujetos al código penal. Los limbos jurídicos, como en el que se encuentran los hombres con mono naranja, son nefastos. No ya para ellos, sino para quienes tienen que defenderse de ellos. Implacablemente. Pero juntos. Y por tanto desde el permanente esfuerzo por entender las sensibilidades del amigo. Sin ese ánimo de cohesión, también estética, estamos condenados a nuevos éxitos de los auténticos enemigos, de los cretinos bienintencionados y de quienes en las democracias han hecho del rencor hacia la sociedad libre su máxima de vida.
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