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LA CRISIS EN ARGENTINA
Columna
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La mordaza antiterrorista

La información bélica ha desandado gran parte del camino de la libertad en que se situaba hace 150 años, cuando los periodistas, en los frentes de guerra, se vestían de blanco para que los contendientes pudieran verlos y preservasen así su vida y una función que era útil a todos. Hoy se han invertido las tornas y la práctica informativa ha devenido en una actividad de alto riesgo, porque la caza al periodista se ha convertido en ejercicio de los terroristas, tanto en las áreas formalmente en paz -el País Vasco- como en los campos de batalla -Chechenia, Afganistán...-. Es más, la doctrina de la guerra de cero muertos, que está imponiendo EE UU como modelo ideal de comportamiento bélico, al sustraer sus soldados a la muerte, reserva ese destino a los solos periodistas, que polarizan la visibilidad antagonista. Lo que explica que, según los datos de que disponemos, entre las víctimas occidentales en Afganistán los reporteros y fotógrafos superen a los militares. Pero con ser esta circunstancia paradójica y dramática, no es lo más penoso sino el que sean muertes inútiles, muertos para nada, pues la contrapartida informativa, la cosecha de noticias que producen es prácticamente nula.

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Lo más esencialmente noticioso en una contienda es él numero de bajas -muertos y heridos- y de prisioneros que se causan al enemigo. ¿Puede alguien facilitarnos el balance en Afganistán? Ni siquiera somos capaces de decir con un mínimo de fiabilidad el numero de personas a las que se mató en la prisión de Qala-i-Jangi. ¿Fueron 800, 1.200? Sabemos, por The Times, que la matanza de Mazar-i-Sharif fue una atrocidad comparable a la masacre de My Lai; sabemos que el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, no quería y sigue sin querer, que haya prisioneros; y que el general Rashid Dostum, de la Alianza del Norte, mandó adecentar a los cadáveres quitándoles las ligaduras con las que se les había maniatado antes de rematarlos; pero seguimos sin saber lo que ha sucedido con los 6.000 talibanes que, según la Cruz Roja, había en Sheberghan, cuando nos informó del descubrimiento de 700 cadáveres. Por lo demás, el miércoles un reportero de CNN nos decía que las célebres cuevas de Tora Bora eran apenas un conjunto de cavidades naturales, algunas comunicadas entre sí, pero en modo alguno, las sofisticadas construcciones subterráneas de Al Qaeda de que se ha estado hablando estos meses. Sea o no pura fantasía la fortaleza de Bin Laden, es incomprensible que el superscoop gráfico e icónico que representan esas cuevas nos siga estando vedado. ¿Cómo hemos llegado a esta total opacidad, a este casi absoluto silencio sobre lo que ha sucedido y sucede en Afganistán? Porque no se trata, como dijo en 1917 el senador americano Hiram Johnson, de que 'la primera víctima de la guerra sea la verdad', sino de una escalada en la producción mediática de la realidad bélica, que ha llegado al púnto máximo y sólo puede conseguirse si desaparece la libertad de informar. Tras el desastre de Vietnam, EE UU llegó a la conclusión de que había que transformar la gestión informativa de la guerra.

Para ello, con ocasión de la Guerra del Golfo echaron mano de la empresa Hill y Knowlton que, en estrecho contacto con los responsables militares y con los grandes grupos de comunicación, consiguió espectacularizar la contienda en funcion de los intereses norteamericanos creando una imagen positiva en las opiniones públicas occidentales y, en buena medida, mundiales. A partir de entonces ha reiterado el mecanismo en todas las guerras con buenos resultados. Ahora bien, para que ese mecanismo funcione es capital evitar las imágenes y textos que puedan perturbar el mensaje. Lo que sucedió con la aparición de la televisión árabe Al Yazira, que había que neutralizar creando una nueva mordaza, para lo que se redujo al máximo su presencia en Occidente y se lanzó una estrategia basada en el antiterrorismo. Con éxito notable, pero pagando al alto precio de enterrar la información bélica. ¿Cómo y cuando podremos quitarnos la mordaza?

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