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Estados Unidos y el nuevo orden mundial

El mundo empieza el año 2002 en una situación sin precedentes en la historia de la humanidad. Una sola nación, Estados Unidos, disfruta de un poderío militar y económico sin rival y puede imponerse prácticamente donde quiera.

Incluso sin armas nucleares, Estados Unidos podría destruir las fuerzas militares de cualquier otra nación de la Tierra. Si quisiera, podría imponer una ruptura social y económica completa casi sobre cualquier otro país.

Sus propias armas son en su mayor parte invulnerables, desplegadas bajo los océanos y sobre ellos, o en emplazamientos fortificados dentro de Estados Unidos. Las ciudades de la nación, si se cumplen las actuales ambiciones de Washington, pasarán a estar defendidas activamente por los sistemas antimisiles.

Ninguna nación ha poseído jamás un poder como éste, ni tampoco una invulnerabilidad comparable. Para muchos en Estados Unidos y en otros lugares ya parece ser un Estado protomundial, con el potencial de erigirse en cabeza de una versión moderna de imperio universal, incluso de un imperio espontáneo cuyos miembros son voluntarios.

La civilización occidental siempre se ha visto influida por la idea de un imperio universal que sería el homólogo terrenal del imperio espiritual de Dios. La mayoría del resto de las civilizaciones no ha tenido esta ambición. Por ejemplo, China y Japón afirmaban ser exclusivas y superiores, rodeadas de pueblos inferiores incapaces de desafiarlas o de lograr limitarlas.

Occidente siempre ha dado por hecho que estaba en posesión de la norma universal, y que el resto del mundo tendría que acabar adaptándose a los estándares y las creencias de Occidente. Su convicción de superioridad se inició en la religión, en la que tanto judíos como cristianos reclamaban la verdad exclusiva, y se tradujo a términos laicos durante la Ilustración.

Occidente afirmaba que sus nuevas ideas sobre los derechos humanos, la libertad individual y (según la enunciación estadounidense) la búsqueda individual de la felicidad eran válidas para todo el resto del mundo.

En los últimos años, la 'americanización' de la cultura popular mundial les parecía a muchos un presagio de la inminente americanización de los valores políticos y económicos mundiales. Los propios estadounidenses siempre han creído que su sociedad representa lo mejor y lo más avanzado. De ahí la idea estadounidense común, aunque errónea, de que otros pueblos 'odian a Estados Unidos' porque le tienen envidia.

Con todo, el país pasó de ser Estados Unidos de la buena guerra a convertirse en Estados Unidos de principios de la guerra fría, con lo mejor de la sociedad estadounidense dedicada a configurar una Europa revitalizada y un nuevo 'atlanticismo'.

El cambio reciente más importante ha sido la elevación del papel del dinero a la hora de determinar la forma en que se gobierna Estados Unidos. Jamás fue una cuestión carente de importancia, pero adquirió una nueva dimensión cuando el Tribunal Supremo resolvió que el dinero declarado que se emplee para elegir candidatos y promocionar intereses privados y comerciales en Washington es una forma de libertad de expresión protegida por la Constitución. Aquello convirtió una república representativa, en la que todos sus ciudadanos son teóricamente iguales entre sí, en una plutocracia.

Inevitablemente, la cuestión básica de las próximas dos o tres décadas será la forma en que Estados Unidos emplee el sorprendente poder que ahora ejerce. Antes del 11 de septiembre, el país ya estaba cerca de una universalidad de influencia e incluso dominación de la sociedad internacional que ningún imperio anterior poseyó jamás. Pero carecía de la voluntad política para imponerse. El 11 de septiembre proporcionó esa voluntad.

Lo que es intrínseco a la cualidad de un imperio es si se impone tanto culturalmente como militar y económicamente. Para que tenga éxito hace falta la aquiescencia, si no la transformación, de las élites que son los ciudadanos potenciales del imperio.

Todos los imperios que tuvieron éxito en el pasado moldearon la historia a través de su poder cultural. Los imperios occidentales del pasado eran inferiores en escala y poder absoluto en comparación con Estados Unidos y la posición que ocupa actualmente. Sin embargo, sus antiguas posesiones coloniales hoy son lo que son debido al impacto cultural del imperialismo occidental, que es más claro precisamente en aquellos lugares donde los colonizadores fueron violentamente expulsados en nombre de las ideas occidentalizadas de los derechos humanos y la independencia nacional.

En cambio, el imperio soviético, que en 1946 incluía la mayor parte de Europa Central y toda Europa del Este y Eurasia, con puestos avanzados en el Tercer Mundo, se derrumbó en un abrir y cerrar de ojos a finales de los ochenta, dejando tras de sí el odio hacia Rusia y prácticamente ningún legado cultural positivo. Los ideales y las ideas rusas, su derecho, su idioma, su literatura, su arte, sus instituciones de gobierno y sus métodos administrativos fueron totalmente rechazados en 1989 y 1990. El imperio soviético se basó en el poder, y en nada más.

Estados Unidos utiliza su poder para dar forma a un nuevo orden mundial. La cuestión es si este orden se basará exclusivamente en el poder estadounidense, o si poseerá el dinamismo intelectual y cultural necesario para evocar una verdadera conversión de valores, un cambio en la mentalidad de la gente. Entre 1945 y los años sesenta, Estados Unidos poseyó una preeminencia en Occidente que procedía de sus ideas y su visión. ¿Se puede repetir eso? Ésa es la cuestión crucial.

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