Diez años largos de chapuzas
Fue a finales de los ochenta cuando se acometió -retóricamente, al menos- la ingente empresa de rehabilitar los centros históricos valencianos y, con singular énfasis, el de la capital. Los periódicos de la época dan fe del brío exhibido por las autoridades, así como de los planes y promesas que se han ido sucediendo con unos y otros gobiernos. Tantas que, de haberse cumplido en su mitad, el nuevo siglo nos hubiese sorprendido con la tarea prácticamente acabada y no con este muestrario de solares y ruinas que tachonan los espacios urbanos más entrañables y asolados de muchas ciudades del país, que no sólo del cap i casal. Reproducir algunos de aquellos briosos discursos o la polémica entre demolicionistas y conservadores -en lo referente a Ciutat Vella de Valencia- no serviría más que para ilustrar esta gran decepción o tomadura de pelo en que ha devenido la propuesta restauradora.
Y el futuro, por desgracia, no pinta mejor. La iniciativa privada sigue dándole la espalda a ese tajo urbanístico, encelada como está en ocupar y explotar el suelo mollar de la periferia urbana donde ciertamente no tropieza con los inconvenientes administrativos que conlleva remover los escombros fundacionales de la ciudad y respetar las tramas y estrecheces viales seculares. Es un mal negocio y, lógicamente, lo rehuye. Tanto más si cuando lo intenta ha de asumir un calvario burocrático. Los promotores insisten en este obstáculo y clama al cielo que, después del tiempo transcurrido, no se hayan allanado los trámites. No obstante, la expectativa del magro beneficio que significa ofertar para un mercado deprimido y poco estimulado por la falta de servicios públicos, ha de resultarles igualmente desalentadora.
Eso, por una parte. Por otra, la Administración tampoco se ha tomado nunca en serio abordar este desafío que consiste en recuperar el espacio histórico de la ciudad, renovando y ampliando su tejido vecinal. Nunca tuvo claro el criterio, además de no tener dinero para abordar por sí sola la operación. Condicionada por estas limitaciones -siendo la falta de voluntad política la primera de ellas- ha ido salvando las apariencias mediante la combinación de proyectos que se anuncian con reiteración, pero que a menudo tampoco se ejecutan, y no pocas chapuzas que apenas modifican el pulso y la marginación de la zona intervenida. En adelante, con la recesión económica que se apunta y la austeridad presupuestaria que se impone, por no hablar de las deudas descomunales que afligen a la Generalitat -Ciudad de las Ciencias, Parques Temáticos y etcétera-, cabe prever que ni para chapuzas habrá.
Parece, pues, llegado el momento de echar mano de la imaginación y de la voluntad que no se han tenido hasta ahora y buscar fórmulas creativas, codo con codo con la iniciativa privada, que nos permitan creer que la recuperación de los centros históricos no es una tarea imposible o sine die. Pero claro, uno ve la jeta y el talante de los responsables del urbanismo bajo el gobierno del PP, así como la frecuente colusión de intereses, y comprende que, en efecto, hoy por hoy, es imposible y sine die. Seguiremos bajo el régimen de la chapuza, la apariencia y la frustración.
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