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Columna
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Sharon y Bin Laden

Es dramático. Es trágico. Pero no es serio. Las últimas semanas, estos días de diciembre, nos están dando una percepción cruda y real de lo que puede ser la brutalidad desnuda cuando no sólo se es incapaz de asumir posturas y sensibilidades ajenas, si no se está absolutamente decidido a humillarlas y hundirlas con la arrogancia procaz de quien no teme ni el fracaso, ni la vergüenza ni la catástrofe para su propio pueblo. El primer ministro israelí, Ariel Sharon, nos está haciendo asistir a una cruel broma que anuncia drama. Con todo el volumen corporal que mueve, es ágil como nadie en la carrera hacia el desastre este hombre al que muchos israelíes votaron y otros cuantos auparon al poder con esa aritmética electoral tan curiosa como perversa.

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Ahí está y nadie puede poner en duda que manda. Ni quienes le ayudaron indirectamente, como Shlomo Ben Amí o Ehud Barak, grandes dubitativos entre gavilán o paloma, ni los que en su magnífica candidez pensaron que en la cama con Sharon harían al personaje, si no más cálido, al menos más soportable para la vida en Oriente Próximo, véase nuestro premio Nobel Simon Peres. Trágicos derroteros los de todos ellos a la vista de los resultados.

Ariel Sharon es, de momento sólo en Bélgica, un criminal de guerra supuesto. Presunto. No se espera en todo caso una próxima visita suya a Bruselas. A él no le importa. Pero es de temer que a la ciudadanía israelí acabe importándole, ya no este detalle, sino las consecuencias que de él se derivan para sus propias vidas como seres humanos que ansían seguridad y bienestar y -por qué no- algo de felicidad tranquila. Porque la espiral de odio y violencia que ha desatado Sharon en las últimas semanas, por no hablar de heroicidades más lejanas, amenazan con implantar en Israel, a principios del siglo XXI, el terror a la aniquilación como fórmula de vida, más de medio siglo después de la fundación de este Estado y de los ingentes esfuerzos de tantos hombres de bien por buscar cuadraturas de círculos históricos que dieran una normalidad asumible a la gran excepcionalidad que fue la creación de dicho Estado.

Realmente es un legado que no se merecen ni quienes le votaron ni quienes hoy, que son más, le apoyan en su política precisamente por el miedo. Las últimas medidas tomadas por el Gobierno de Sharon deberían hacer comprender a Peres y a muchos otros que la colaboración ya es mera complicidad. El culto a la responsabilidad colectiva de que hace gala el primer ministro israelí en su trato al pueblo palestino -véase la obscena prohibición de acceso a los aeropuertos por criterios de raza- induce ya a comparaciones odiosas e inexpresables. Por respeto a millones de muertos quedarán en el aire. Pero es él quien vierte vergüenza sobre su país y su pueblo, no quienes desde la desesperación puedan verse abocados a paralelismos siempre improcedentes.

Sharon ha cruzado varias veces la línea roja que separa a la civilización de la barbarie. Ahora ya parece decidido a instalarse allende la divisoria. Y Washington debiera darse cuenta de que su pasividad ante tanto desafuero es la peor forma de afrontar el gran reto que tiene desde el 11 de septiembre. La política de Sharon es un torpedo en la línea de flotación de la seguridad de Estados Unidos y las democracias occidentales en general. Su arrogancia, el despliegue de rencor, la política sistemática de humillación y el alarde de violencia no sólo ponen en peligro la seguridad de toda la ciudadanía israelí, por no hablar de la palestina, sino también la de todos quienes detestan todos los fanatismos y creen en las sociedades abiertas y plurales.

Sharon comienza a ser para todos nosotros, demócratas israelíes o de cualquier lugar del mundo, un peligro similar al que representa Osama Bin Laden. Uno se halla huido. Pero el otro tiene teléfono y apartado de correos. Va siendo hora de que George Bush lo recuerde. Antes de que sea demasiado tarde. Cuando un amigo enferma, el mejor favor es llevarlo al médico. Aun en contra de su voluntad.

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