Desafío en el sur de Asia
India y Pakistán están concentrando en la disputada Cachemira, y a lo largo de sus más de tres mil kilómetros de frontera, tropas y armamento -cazabombarderos y baterías de misiles incluidos- en el nivel más alarmante en quince años. Sus soldados cruzan fuego de mortero y ametralladora en la línea divisoria que los separa en los Himalayas. Tratándose de dos rivales históricos que han disputado tres guerras en medio siglo, y en posesión ambos del arma nuclear, la crisis se ensombrece por momentos, atizada por la retórica belicista de sus dirigentes. En Delhi, que ha retirado a su embajador de Islamabad y suspendido el transporte al país vecino, aumenta la presión sobre el primer ministro, Atal Behari Vajpayee, para que decida medidas militares. El ruido de sables es ahora mayor que en 1999, cuando los dos enemigos del subcontinente estuvieron al borde de la guerra tras la irrupción de combatientes islamistas procedentes de Pakistán en la zona india de Cachemira.
A raíz del ataque suicida del pasado 13 de diciembre contra el Parlamento de Delhi -14 muertos-, el Gobierno indio exigió a Pakistán el inmediato desmantelamiento de dos de los grupos armados fundamentalistas con base en Pakistán, que pretenden la secesión de Cachemira, el único Estado indio de mayoría musulmana. Y amenaz, en caso contrario, al general Pervez Musharraf con tomarse la justicia por su mano y atacar sus campos de entrenamiento al otro lado de la línea divisoria.
El golpista Musharraf ha construido parte de su legitimidad en torno a Cachemira, una causa apoyada por la mayoría de los paquistaníes. Para un hombre que ya se ha granjeado la enemiga de muchos musulmanes radicales por su apoyo a EE UU contra los talibanes, mostrarse ahora especialmente duro con los grupos fundamentalistas que combaten la dominación india del territorio en disputa podría resultar suicida. El líder paquistaní se ha limitado al aparente arresto domiciliario de Maulana Mashood Azhar, jefe de uno de los grupúsculos y un viejo conocido de las prisiones indias, de las que fue excarcelado en diciembre de 1999 a cambio de la libertad de 155 pasajeros de un avión de Indian Airlines desviado a Kandahar, en Afganistán. Delhi juzga esta medida, junto con la congelación de cuentas de las dos organizaciones fundamentalistas, absolutamente insuficiente.
Aun sin considerar los riesgos de un enfrentamiento atómico, la posibilidad de una guerra entre India y Pakistán hace imprescindible una enérgica acción diplomática. Y esa iniciativa urgente sólo Washington puede llevarla a cabo. Aprovechando la asociación insospechadamente estrecha con Pakistán forjada por la guerra en Afganistán, EE UU debe retomar como misión prioritaria la de enfriar los ánimos entre los dos vecinos nucleares. La Casa Blanca puede estar cogida entre dos fuegos debido a su propia guerra contra el terrorismo, pero es el único poder exterior con capacidad de interlocución suficiente ante los dos bandos.
Washington, hasta ahora, a causa de su necesidad de Musharraf y por miedo a su caída, se ha hecho escaso eco de las acusaciones indias de indulgencia paquistaní frente al extremismo islamista. Pero sus propios pronunciamientos contra el terrorismo -ha declarado fuera de la ley las dos organizaciones cuyo desmantelamiento Delhi exige a Islamabad- hacen progresivamente insostenible la condescendencia de George Bush en este terreno. Por no considerar que si la confrontación en Cachemira va a más, Pakistán retirará sus tropas de la frontera afgana, dedicadas ahora a intentar evitar la fuga de los jefes de Al Qaeda. En cualquier caso, la eventualidad de un conflicto a gran escala en el sur de Asia, cuando el de la vecina Afganistán permanece inacabado y suenan tambores de guerra en otros puntos del planeta, es mucho más de lo que el precario orden internacional puede permitirse.
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